Rubén Amón-El Confidencial
El estado de alarma transforma Madrid en una capital sin pulsaciones ni casi vida, como si estuviera a punto de producirse una invasión militar o hubiera caído una guerra de neutrones
Podría ser el primero de año, pero hace más calor. Y no recorren las calles los rezagados de las fiestas nocturna. No hay lentejuelas, tacones rotos ni esmóquines trasnochados. En su lugar, vagan por las aceras transeúntes provistos de maleta y de mascarilla, como si estuvieran buscando una dilgencia para marcharse de la ciudad, ahora que Madrid representa la zona cero.
La demografía y su posición neurálgica la han convertido en la capital fantasma. He aquí la paradoja de las ciudades abiertas y tolerantes. También lo son para propagar las plagas y las desgracias. Parece Madrid el escenario de una película del Oeste en la que va a librarse un duelo. La gente se agazapa en sus casas. Y mira de reojo por la ventana.
Técnicamente no puede hablarse de un toque de queda, pero la sugestión del estado de alarma que ha decretado Sánchez y la posibilidad de que vaya cerrarse la Comunida invocan una atmósfera de cautela y de silencio a la que contribuyen las bajísimas pulsaciones del ritmo urbano. Madrid es una ciudad de clausura, irreconocible en su su languidez. Escasean los coches respecto al ajetreo de un “sábado normal”. Los negocios están disciplinada y explícitamente cerrados. Empezando por los chinos, cuyos escaparates se camuflan con papel de estraza y carteles voluntaristas: cerrado por vacaciones.
No es verdad. Los chinos han chapado antes porque antes también han conocido las discriminaciones de la clientela, como si el coronavirus respondiera a una maldición oriental. Y como si hubiéramos olvidado de repente las veces que han sufragado nuestras emergencias comerciales. Bajarse al chino garantizaba hielo, pan y frutas insípidas a deshora.
Permanecen abiertas las farmacias y los supermercados. Buscamos la pócima del milagro en las primeras -vitaminas, jarabes, paracetamoles- y rastreamos en los segundos las estanterías donde se almacena papel higiénico, no siempre con fortuna. La propia crisis sanitaria convoca a la suerte o a la mala suerte. Es una lotería arbitraria. Puede “tocarnos” a cualquiera, de forma que hemos empezado a tomarnos en serio las medidas cautelares y profilácticas, más allá de la frivolidad con que algunos jóvenes -y no tan jóvenes- celebraron ayer “el último día”.
No puede hablarse de toque de queda, pero la sugestión y la posibilidad de que se cierre Madrid invocan una atmósfera de cautela y silencio
Adquiere un valor supersticioso la expresión un viernes 13 en un año bisiesto. Y llama la atención que Sánchez creara un absurdo periodo de 24 horas antes de decretar el estado de alarma. Decidió el presidente diferir el estado de excepción, de tal manera que los madrileños -y los foráneos- aprovecharon para tomarse la última, proveerse de tabaco en el estanco -las colas más llamativas de la ciudad- y quemar la última madrugada, más o menos como estuvieran representando las escenas pre-apocalípitcas de “Abiertos hasta el amanecer”.
Abiertas están las panaderías y aportan a la ciudad un olor arcaico y tranquilizador. Las mascotas salen a pasear sin percatarse de las nuevas reglas de convivencia. La gente acude al cajero para manejar “cash” durante la epidemia. Y los padres con carritos infantiles se desplazan con cautela, describen un círculo de seguridad con las ruedas y con la mirada incisiva.
Cerrado está Madrid, cerrado por enfermedad, como acostumbraban a anunciar los negocios expuestos a un contratiempo familiar y sanitario. Nunca hemos vivido nada parecido. Ni hemos categorizado a los viandantes en arreglo a su categoría de riesgo. Los adolescentes caminan como inmortales. Y los ancianos titubean en su propio compungimiento.
Es interesante recorrer la ciudad en moto, ensimismarse en la ciudad espectral, atravesar las calles pequeñas y las avenidas grandes como si hubiera caído una bomba de neutrones. Las ambulancias malogran el silencio. Se escuchan los pajarillos como si los tuviéramos sobre el hombro. Hace un día de primavera, pero los grados no rebasan la temperatura que podría achicharrar al virus, si es que el virus realmente se marchita cuando aumenta el mercurio.
Están cerrados los quioscos. Y están abiertas las gasolineras, cuyo abastecimiento de petróleo y comida las convierten en un foco de resistencia burgués al toque de queda. Todavía no hay que proveerse de gasolina en la clandestinidad ni es Madrid una distopía absoluta. Los runners normalizan la ciudad recorriéndola como si fuera una pista de asfalto. Los gimnasios están cerrados y el recurso de salir a correr identifica la lucha particular contra la claustrofobia, aunque los hogares disponen de toda suerte de recursos de ocio y entretenimiento. Se han disparado las acciones de Netflix. Y nunca como ahora tienen sentido las siglas de HBO: Home Box Office, la taquilla en casa. Y la televisión en el centro de la chimenea como portadora de noticias, series, series y más series, incluidas las más populares del repertorio apocalíptico. Ya lo había escrito Stephen King.
Sale más gente de la ciudad de la que entra. La amenaza de que pueda cerrarse Madrid en las próximas horas es una tentación para abandonarla. Se trataría de una temeridad. No ya por el riesgo de propagar el coronavirus con la desproporción de una fuerza centrífuga, sino porque esta es una ciudad solidaria y responsable. Lo hemos demostrado cuando Madrid ha sido llevada al extremo con la ferocidad del terrorismo etarra y la brutalidad yihadista.
No estamos solos ante el peligro. Lo compartimos, lo amortiguamos. Y nos resignamos a un sábado soleado sin cañas ni aperitivo ni partidos escolares. No juega el Madrí ni el Atleti. No podemos ir al cine ni al Primark. Protegemos a nuestros hijos de nuestros abuelos -y viceversa-. Y viajar en metro se ha convertido en una experiencia de ultratumba. Nunca una atracción había resultado tan económica e inquietante. Ni tan demostrativa de un colapso.
Estado de alarma. Hemos aprendido que está descrito la Constitución. Y hemos conocido sus límites, sus connotaciones castrenses, aunque el mayor impacto más bien parece el psicológico. El coronavirus ha puesto de rodillas nuestras garantías de bienestar. Empezando por la capital del reino, cuyo amanecer luminoso e insolente recuerda a una ciudad a punto de ser invadida. E invadida lo está. Basta darse la mano para envenenarla.