La ciudad se había transformado, era cosmopolita, pero seguía habitada por no pocos que habían quedado fuera de ese cosmopolitismo, no fuera que lo propio quedara demasiado alienado. Los que llevaban la voz cantante en la urbe seguían siendo los mismos que antes.
Érase una vez una ciudad de tamaño medio, cuna de una gran tradición industrial, pero que había sufrido, y gozado, una profunda transformación, dejando atrás las ruinas industriales sustituyéndolas por edificios de diseño al servicio de la cultura y de la economía de servicios. Hasta llegó a convertirse en modelo exportable para otras ciudades que pretendían repetir el milagro.
La ciudad había recibido innumerables premios, su máximo mandatario no tenía más remedio que viajar por todo lo ancho y largo del mundo para recogerlos, incluido alguno personal que lo colocaba en el olimpo de los elegidos. El máximo mandatario era el que con más empeño trataba de articular la doctrina adecuada a la nueva urbe: apego a lo propio, pero desde una perspectiva cosmopolita. Aunque muchas veces era difícil saber si se trataba de una mera yuxtaposición, de un corta y pega, o de la articulación coherente de algunas ideas a tomar en serio.
Los habitantes de esa urbe se sentían de nuevo orgullosos de serlo. Podían pensar, sin demasiada desmesura, que volvían a ser, más o menos, el centro del mundo. Sin hacer esfuerzo especial ni personal alguno les habían regalado, como toca, el ser cosmopolitas: lo era la ciudad, lo era su apariencia, con lo que ellos, o muchos de ellos al menos, estaban liberados de tener que aprender a serlo. Simplemente por ser habitantes de la ciudad que combinaba mejor que ninguna otra en todo el mundo el apego a lo propio con el mejor cosmopolitismo, ellos lo eran por definición.
Y eso les permitía seguir con costumbres y comportamientos más de antaño que propios, más tribales que de urbe, más tradicionales que modernos. Si por ser habitantes de la ciudad cosmopolita por excelencia ellos ya lo eran, tenían todo el permiso del mundo para seguir comportándose como lo habían hecho siempre. Podían seguir, los que compartían la ideología o el sentimiento de pertenencia del máximo mandatario, distinguiendo a los propios de los extraños. Podían considerar a los no propios como menos válidos, como menos cosmopolitas, al tiempo que como menos propios. Podían seguir minusvalorando a los que no pensaban, o mejor, sentían como ellos, a aquellos que se atrevían a ligar la urbe o su apariencia con la obligación de otros comportamientos, de otras estructuras de pensamiento, de unas estructuras en las que cupiera la pregunta por lo que de lo propio pudiera tener capacidad de ser cosmopolita, y por lo cosmopolita que necesitaba de una traducción al lenguaje de lo propio.
Y como los que continuaban con esas inercias tribales no eran de la categoría de personas que permanecen calladas o no ponen de manifiesto lo que sienten, lo hacían por distintos medios. Había una persona que con constancia digna de mejor empeño se dedicaba a tildar, por escrito sobre una puerta metálica cerca del símbolo del cosmopolitismo de la urbe, de enemigo de Euskadi a alguien que no sentía como él.
Las autoridades, o el dueño del local de la puerta citada, borraban muy de vez en cuando la pintada, que al poco volvía a aparecer, pues en opinión del escritor de puertas metálicas el mensaje debía permanecer a la luz del día para que todo el mundo se enterara: en la urbe cosmopolita se atrevían a habitar enemigos de Euskadi, de una Euskadi regida por alguien a quien el famoso escritor tildaba a su vez de inútil.
Quizá se tratara del mismo urbanita y cosmopolita, de la misma persona, o se trataba de alguna otra persona, pero que compartía con la primera, con el escritor de puertas, la misma aversión tribal hacia quienes ponían de manifiesto una forma de sentir que les parecía inaceptable. Esta segunda persona, caso de ser distinguible de la primera, expresaba su aversión de una manera distinta a la primera, no por medio de la grafía, sino de los sonidos, por medio del sonido del timbre. Gustaba este habitante de la urbe cosmopolita de tocar repetidas veces el timbre de la vivienda en la que habitaba el mentado enemigo de Euskadi del compañero escritor de puertas.
Pero no lo hacía en cualquier momento del día: podía pasar desapercibida su expresión de aversión. Lo tenía que hacer, y así lo hacía, en momentos álgidos, en momentos en los que quedara patente su aversión: las noches de los fines de semana, de viernes a sábado, o de sábado a domingo, a la vuelta de una tour de force de cubatas, más allá de las tres o de las cuatro de la madrugada, para que el infame enemigo de Euskadi no tuviera el atrevimiento de dormir a pierna suelta. ¡Faltaría más!
Ante la valentía de estos dos propios cosmopolitas de la urbe transformada, al menos en apariencia, quedan empequeñecidos aquellos que cuando se cruzan por los paseos de la urbe con el enemigo de Euskadi farfullan palabras, sonidos o gruñidos pocas veces comprensibles, pero que no suenan a saludo ni a deseo de suerte en la vida.
Sí, la ciudad se había transformado, era realmente cosmopolita, pero al mismo tiempo seguía habitada por no pocos que habían quedado fuera de las perniciosas influencias de ese cosmopolitismo, no fuera a ser que lo propio quedara demasiado alienado. La urbe se había transformado, pero los que llevaban la voz cantante en ella seguían siendo los mismos que antes de la transformación . El ‘who’s who’ de la urbe seguía compuesto por las mismas castas y redes, por los mismos círculos de influencia. La urbe transformada parecía extraída de las líneas escritas por Walter Benjamin para describir la decadencia de las ciudades burguesas de fin del siglo XIX, una pasarela de las vanidades espectáculo de una sociedad vacía de vida, en la que la definición de sus habitantes pide a gritos el término adecuado: ‘flâneur’.
Pero los personajes de la urbe, no todos por supuesto, encarnados por el escritor de puertas y por el músico de timbres nocturnos ni siquiera llegaban a la categoría de ‘flâneur’. Lo único que conseguían era colocar al máximo mandatario de la urbe en riesgo de que alguien se aventurase a tomarlo por tal. Lo cual sería una desgracia para todos los habitantes de la urbe transformada.
Joseba Arregi, EL CORREO, 20/4/2011