JOSé ANTONIO ZARZALEJOS-EL CONFIDENCIAL
Estamos atravesando por una crisis política e institucional especialmente grave, sin parangón en la historia de la democracia española desde que se instalara en el año 1978
Estamos atravesando por una crisis política e institucional especialmente grave. Sin parangón en la historia de la democracia española desde 1978. Mucho más intensa que la que provocó el frustrado golpe de Estado en 1981 y los largos años del terrorismo de ETA. Aquellos episodios se produjeron cuando el modelo constitucional iniciaba su trayectoria y la sociedad española mantenía un compromiso ilusionado con su destino democrático.
Ni en los peores momentos de estos últimos 40 años padecimos una conjura de ineptitud política como la que signa ahora a la clase política, que trata de desplazar su enorme responsabilidad sobre la supuesta inadecuación de nuestro modelo constitucional como si la estructura institucional fuese la culpable del empantanamiento en el que España se encuentra a resultas de su incapacidad para la gestión de los intereses del país.
Si se confirmase que vamos a elecciones el 10 de noviembre, serían las cuartas en cuatro años. Un hecho sin precedentes e inquietante porque reiteraría la incompetencia política de nuestra clase dirigente ya mostrada en 2015-2016, y que continúa, para formar un gobierno con un Parlamento más fragmentado que el de 2011. Además, el actual Ejecutivo —resultado de una exitosa moción de censura (junio de 2018), la primera que prosperó desde la aprobación de la Constitución— se adentraría, más aún, en un largo período en funciones que podría igualar el registro en esa situación del gobierno de Mariano Rajoy, que se mantuvo en parálisis 10 meses. Como consecuencia, el Congreso de los Diputados ha entrado en otra parálisis prácticamente total. No hay actividad legislativa (el Consejo de Ministros no puede aprobar proyectos de ley ni decretos leyes) y, por lo tanto, la posibilidad de rescatar al Consejo General del Poder Judicial de su prórroga de mandato, siendo como es el órgano de gobierno de los jueces, es inexistente a medio plazo. Los tres poderes del Estado se encuentran trabados.
Dos circunstancias empeoran la situación: por una parte, la crisis de Cataluña que se está reformulando en términos de nueva confrontación entre las instituciones de su autogobierno dominadas por el independentismo y el Estado; por otra, el contexto internacional con un decaimiento del proyecto europeo verdaderamente pronunciado tanto por la disidencia extremista de una Italia fundadora de las Comunidades Europeas, como por la defección nacionalista del Reino Unido que saldrá del club continental el día 31 de octubre sea por las buenas, sea por las malas. Estados Unidos, con Donald Trump al frente, marca un nuevo signo de la época: la de la decepción, la de la frustración colectiva, que se entrega a extremistas por el hartazgo irritado contra los políticos convencionales. Y al americano le surgen imitadores y discípulos, de Brasil a Italia pasando por Gran Bretaña.
La mediocridad de nuestra clase política podría llegar a la vileza si hace recaer sobre el modelo constitucional su responsabilidad en esta sofocante situación. La realidad es bien distinta: han sido las cúpulas partidarias y los responsables públicos los que no han sabido responder a las circunstancias históricas y se parapetan, para absolverse, en la supuesta inadecuación de las leyes. El hecho de que el presidente en funciones, Pedro Sánchez, prescriba como remedio al bloqueo político una reforma del artículo 99 de la Constitución, regulador de la investidura del jefe del Gobierno en el sistema parlamentario, es solo un síntoma de esta transferencia de responsabilidades, siendo el más grave de todos la impugnación del separatismo catalán de los aspectos fundamentales de la Carta Magna.
El profesor de Derecho Constitucional de la Universidad del País Vasco, Javier Tajadura Tejada, publicó el pasado día 21 un artículo esclarecedor (diario El País) titulado «Weimar, la fragilidad de la democracia». Se refería a la breve en vigencia, pero ejemplar, primera constitución democrática alemana (1919 a 1933) que quedó abrogada por el nazismo pese a su gran modernidad. De aquel episodio histórico el autor extrae cuatro lecciones que nos conciernen: 1) Un sistema democrático para ser viable debe ser eficaz. 2) La democracia se sustenta en la confianza de los ciudadanos en las instituciones. 3) El sistema democrático tiene que defenderse de sus enemigos, entre los que deben incluirse los que apelan a la violencia o aspiran a su destrucción, y 4) El funcionamiento del Estado democrático requiere de la lealtad a sus valores e instituciones del funcionariado civil y militar.
Las lecciones que extrae el profesor Tajadura son otras tantas llamadas de atención sobre la situación española. Porque, efectivamente, podemos —y así ocurre— disponer de un sistema político democrático de alta calidad como el español y de unas instituciones bien construidas, pero si su gestión es incompetente, inepta, prepotente y despectiva de las percepciones ciudadanas, podría suceder que, en vez de que los electores castiguen a los culpables del actual colapso, se dejen llevar por el torticero engaño de arrojar sobre las normas de nuestra convivencia la responsabilidad de su colosal incompetencia política. Y eso sería lo peor que podría suceder porque España quedaría atrapada, de nuevo, en una trampa histórica.
Cabe confiar —quizás como último recurso— que el ‘demos’ nacional imponga su dictado, sensato, lúcido y protector de los intereses colectivos si, como parece, es convocado a hacerlo de nuevo en noviembre. Mientras, no quitemos ojo este fin de semana de la reunión del G-7 en Biarritz una cumbre en la que Francia, Estados Unidos, Alemania, Italia, Reino Unido, Canadá y Japón van a marcar el contexto internacional en el que se desenvuelve (y aumenta) nuestra profunda crisis política, institucional y económica.