DAVID GISTAU, ABC – 15/08/14
· Los últimos treinta años de los Pujol demuestran que existe esa cláusula según la cual el Estado concede patente de corso para robar a cambio de un servicio.
Estuve la otra noche en lo que Ruiz Quintano llamaría una «cena bien» del Norte. Entiéndase «bien» como un valor no gastronómico, sino social, aunque ningún reproche podría hacerse al pescado. Regresé al coche algo desalentado como periodista: menos mal que la melancolía no la detecta la Guardia Civil al hacerlo a uno soplar (y esto me ha quedado como de éxito del pop adolescente). En la mesa había varias personas que distinguirían a un miembro de la elite de los negocios por la calidad de la información manejada. Sin embargo, y ésta fue la base argumental del debate a los postres, algunas de estas mismas personas protestaron contra el periodismo que, por carecer de sentido orgánico, divulga «irresponsablemente» informaciones que perjudican el prestigio de instituciones del Estado.
En mayor medida, las de la corrupción. «Yo preferiría no saber nada, no enterarme de nada», concluyó uno, como si la puesta a disposición del Estado de un ámbito oscuro en el que delinquir –¿dejamos fijado el 3%?– fuera una cláusula razonable del contrato social a cambio de seguridad y estabilidad. Esto convierte cierto periodismo, al menos el poco que queda, en un engorro. Aunque sólo sea porque te obliga a enterarte aunque no quieras, para que al menos des diez minutos de trabajo a la conciencia con lo que permites.
Como procuro no resultar aburrido en las cenas bien, por miedo a que no me vuelvan a invitar, no solté mi discursito jeffersoniano del contrapoder. Pero me pareció especialmente deprimente que en esa mesa hubiera sido necesaria semejante pedagogía: con este público, ¿cómo reprocharle al periodismo que se esté amancebando con el Estado? Esto iba más allá de la doble unidad de medida sectaria: despiadados con los rivales e indulgentes con los propios. Luego me di cuenta de que estas reflexiones encontraban su ejemplo práctico en el caso Pujol, tanto antes como después de la confesión.
Los últimos treinta años en la vida de los Pujol demuestran que en efecto existe esa cláusula según la cual el Estado concede patente de corso para robar –lo hemos fijado en 3%, ¿verdad?– a cambio de un servicio. Superado el soponcio de la confesión, los nacionalistas tratan ahora de desactivar el problema alegando que el afloramiento de los presuntos delitos de los Pujol es un golpe del Estado contra el independentismo. Estoy absolutamente de acuerdo con esa teoría, de la que ya escribí aquí, por otra parte. Es más, ahora me pregunto cuántos otros próceres de la Transición o de después pasan por impecables, y así entrarán en la posteridad, sólo porque no han dado al Estado motivos para ser destruidos con informaciones que de repente salen de un archivo que me imagino oscuro, pulcro y mantenido por un personaje parecido al Fouché de Zweig.
Sin embargo, la especulación conspirativa no afecta a otro factor: la veracidad de los hechos. No ya de los ínfimos confesados, sino de los que aún saldrán, a menos que el CNI lleve décadas usando dobles de los hijos de Pujol para mover dinero negro sólo en previsión de necesitarlo. Aquí es donde opera en la psicología colectiva del nacionalismo el recurso protector de mi comensal: preferirían no haberlo sabido. Pero, obligados a saberlo, se escaquean de la introspección moral considerando que, más importante que el hecho y su delito, es la posibilidad de usarlo como agravio, como agresión, que haga más fuerte su secta. Pujol mártir, jamás culpable. Con este público, a los periodistas no nos queda sino permanecer en el costumbrismo de café.
DAVID GISTAU, ABC – 15/08/14