Es sorprendente que después de lo ocurrido desde que el nacionalismo catalán decidió emprender su viaje a Ítaca todo lo que se ofrezca como política progresista consista en esa vacua retórica de echar puentes y tender la mano
Corre entre politólogos la especie de que en las democracias actuales predominan las coaliciones negativas sobre aquellas otras que se proponen desarrollar una política positiva. Pierre Rosanvallon teorizó el fenómeno argumentando que estas coaliciones, que él llama también reactivas, se organizan con mayor facilidad, indiferentes como son a la heterogeneidad de sus componentes: todo el mundo puede ponerse rápidamente de acuerdo en vetar un proyecto de ley o en votar contra un presidente de Gobierno. Y Francis Fukuyama, en su excelente estudio sobre la decadencia del orden político, lo explicó como la consolidación de un nuevo poder derivado paradójicamente de la separación de poderes: el poder de veto, o vetocracia, en manos de multitud de grupos, a punto de bloquear el sistema político de Estados Unidos.
En esta democracia nuestra del sur de Europa aún no hemos llegado a eso, aunque nadie se atreverá a pronosticar que jamás llegaremos. Con la mayor fragmentación del sistema de partidos hemos entrado en una fase que podríamos llamar de coaliciones de rechazo: todos los actores políticos saben lo que no quieren, pero andan muy confusos sobre lo que realmente quieren, aun si en ocasiones cubren su confusión con el ropaje de la fraternidad universal, a lo Podemos; las metáforas al modo de tender puentes, a lo PSOE; o las emociones de un españolismo de himno y bandera, a lo Ciudadanos; por no hablar del PP, que mejor permanece en silencio hasta purgar sus corrupciones. Aquí, los únicos que no se han visto afectados por los nuevos retos que la cartelización de los partidos, la corrupción y la desafección ciudadana plantean a los sistemas democráticos son los independentistas, abrigados como se sienten por el calor de la nación y el proyecto, de fuertes resonancias filofascistas, de construir un solo pueblo en su marcha al paraíso.
Profundamente afectado por el síndrome de la confianza, propio de las democracias del siglo XX, el presidente Rajoy no percibió el vacío que la corrupción iba ensanchando a sus pies. Fue la suya una confianza sostenida más en la convicción de que el fragmentario conjunto de sus adversarios era incapaz de formar un frente común que en la solidez de sus apoyos parlamentarios, en los resultados de sus políticas o en la afección ciudadana. No percibió que las políticas de rechazo no se engendran hoy únicamente en los partidos que ocupan sus escaños en los parlamentos, sino en sectores sociales que se sienten agraviados, como los pensionistas, o en lucha contra la desigualdad, como las mujeres, o contra de recortes, como los sanitarios o docentes, multitudes que muestran su rechazo en la calle. Faltaba solo la chispa que incendiara la pradera y solo es un signo más de los nuevos tiempos que los encargados de prenderla hayan sido los titulares de otro poder del Estado, los jueces de la Audiencia Nacional.
Mariano Rajoy no percibió el vacío que la corrupción iba ensanchando a sus pies
La sentencia actuó, en efecto, como punto de fusión de un rechazo masivo, un generalizado “esto no puede seguir así”, que barrió el camino de obstáculos para la formación de una coalición política de rechazo condensada en un clamor unánime: hay que echar a Rajoy. La coalición no necesitó de conspiraciones ni secreteos, excepto los estrictamente necesarios contactos con unos y otros para asegurar el voto de rechazo. En realidad, la moción de Sánchez ha obtenido el apoyo de media docena de grupos políticos sin negociar nada sobre composición ni contenidos programáticos del futuro Gobierno, ni siquiera con Podemos, al que ha dejado con un palmo de narices dando largas a su reiterado y explícito deseo de participar en un Gobierno de coalición para desarrollar políticas “progresistas”, sin darse cuenta de que su voto no se le pedía para nada, sino solo contra algo.
Tampoco era preciso alcanzar un acuerdo de gobierno con el PDeCat ni con Esquerra. Al sumarse a la coalición, a los secesionistas catalanes les traía sin cuidado la política que pudiera desarrollar o no, en el futuro, un Gobierno socialista. Con expulsar al PP ya tenían bastante para sus fines: negociar desde mañana mismo “cómo implementamos la república catalana”, que fue la propuesta de diálogo constructivo ofrecida por Joan Tardà. Lo único que a ellos interesaba era liquidar, con su presencia en la coalición del rechazo, la lejana posibilidad de que los partidos de ámbito estatal alcanzaran un acuerdo no ya para aplicar un artículo de la Constitución en una situación excepcional, sino para crear las condiciones políticas que permitan iniciar un proceso de reforma constitucional con vistas a un nuevo tipo de relación entre esos fragmentos de Estado que llamamos comunidades autónomas, y de estas con el Estado. Dicho de otra manera: el triunfo de una coalición de rechazo encabezada por el PSOE con el apoyo de todos los partidos nacionalistas destruye en su primer y único efecto positivo —la formación de un Gobierno sostenido por 84 diputados— cualquier posibilidad de pacto entre partidos de ámbito estatal sobre el problema más grave que tiene planteada la democracia española, que es la vigencia en todo el territorio del Estado de su propia Constitución.
El consenso que Sánchez desea fracasará si no se arma un gobierno con poder salido de las urnas
Por eso suena a música celestial la propuesta de Podemos para transformar la coalición de rechazo en una coalición de Gobierno: las apelaciones a una nueva España que suplica a los independentistas dialogar; tal es el cimiento sobre el que se construiría un “gran acuerdo progresista” destinado a tratar con las fuerzas vascas y catalanas. El diálogo como pócima mágica que cura con una sola gota las enfermedades de un cuerpo lacerado por las batallas del pasado. Es sorprendente que, después de lo ocurrido desde que el nacionalismo catalán decidió emprender su viaje a Ítaca, todo lo que se ofrezca como política progresista consista en esa vacua retórica de echar puentes, tender la mano, solidaridad entre las naciones de España; en resumen, la “república fraterna y plurinacional” a modo de bálsamo de Fierabrás, un recurso a la magia cuando no hay manera de poner las bases para un proceso que conduzca a una distribución racional del poder derivada de una reforma de la Constitución. ¿De qué vamos? ¿De un Estado con muchas naciones, de un Estado para cada nación, de una nación con muchas naciones o de tantas naciones como Estados decidan los pueblos de cada territorio?
No, no será fácil que la coalición negativa se transforme, como por arte de birlibirloque, en coalición positiva. A nadie le interesa. Por eso, el nuevo comienzo que Sánchez anuncia, con el consenso como herramienta fundamental y, como metas, la estabilidad institucional, la regeneración democrática, las políticas sociales, laborales y medioambientales y lo que define como “estabilidad territorial”, no pasa de ser la expresión de buenos deseos, destinados al naufragio si no se arma un Gobierno, no necesariamente homogéneo, con la autoridad y el poder que en democracia solo proceden de las urnas. Y eso, hoy, no está más cerca que ayer.