IGNACIO CAMACHO-ABC

  • En cualquier coalición debe quedar claro quién tiene el mando y la última palabra en la selección de altos cargos

SI el PP hubiese hecho en toda España lo mismo que en Murcia –aplazar la negociación con Vox hasta bien pasadas las elecciones generales, como hizo el PSOE con Bildu en Navarra– es probable que Feijóo estuviese ahora preparando su investidura como seguro jefe del Gobierno. En vez de eso se precipitó, perdió el control de los tiempos y arruinó su propia campaña al permitir que su propuesta de relevo –la famosa «derogación del sanchismo»– quedase opacada por esos acuerdos. En todo caso ya no hay remedio; los pactos con el partido de Abascal se acabarán naturalizando al precio de disipar una histórica oportunidad de éxito. Ahora, salvo que Puigdemont prefiera instalarse en el bloqueo, la primera fuerza de la derecha tendrá unos años para decidir si trata a Vox como un socio circunstancial, forzoso, o como parte inevitable de su proyecto estratégico. En uno u otro supuesto, conviene que el electorado lo sepa y, si es posible, que pueda entenderlo.

Porque López Miras ha terminado como Guardiola, envainándose toda su vehemente firmeza en aras de esquivar una repetición electoral de muy mala venta. Lo que aún falta por determinar es si el PP considera esta cesión como un mal menor o como una solución de mutua conveniencia. Y ésa, al igual que la de la ya presidenta extremeña, es una aclaración que no le corresponde a él sino a la dirección nacional con sede en la madrileña calle Génova. Hay tarea. Ayudaría mucho al respecto que los ciudadanos vieran una gestión homogénea y no, como viene ocurriendo en otras comunidades, un simple prorrateo de parcelas que el aliado minoritario aprovecha para manejar las suyas sin interferencias y tomar por su cuenta decisiones polémicas. Ése es el modelo que Sánchez aplicó con Podemos y existen consenso y evidencias de que no ha resultado buena idea.

Si, como parece, en España va a haber coaliciones para rato, lo primero que debe hacer la derecha es evitar lo que critica al adversario. En cualquier alianza de poder hay que dejar desde el principio muy claro de quién es la autoridad, quién establece las directrices y quién tiene la última palabra en la selección y nombramientos de altos cargos. De no ser así, lo que percibe el ciudadano es que cada formación va por su lado, y eso no es un Gobierno sino una mera cohabitación, un reparto donde cada socio se desentiende del otro para seguir su itinerario programático. Con el agravante de que el presidente se responsabiliza, le guste o no, de lo que suceda bajo su mando y a menudo se ve en el aprieto –¿verdad, Mañueco?– de defender o rectificar medidas que no ha avalado. Ya es tarde para eludir el coste de la sucesión inicial de titubeos y bandazos pero, una vez pagado, Feijóo tiene pendiente la delimitación de su modelo, su territorio político, su espacio. Y quizá no sea buen comienzo dar la sensación de que todas sus expectativas están en otras manos.