José María Ruiz Soroa-El País
La propuesta del Gobierno vasco es un plan Ibarretxe con diferencias políticas notables
La Disposición Adicional 1ª de la Constitución establece que ésta ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales, cuya actualización se llevará a cabo en el marco de la propia Constitución. Es ésta una declaración insólita para un texto racional normativo, pues abre la puerta del régimen institucional al vendaval de la historia, a la pura facticidad. Ha sido objeto de variadas interpretaciones, entre las cuales la más extravagante —pero también más influyente al ser adoptada por el nacionalismo hegemónico— defiende que dicha Disposición Adicional contiene una excepción total al resto de la Constitución. Así, estos territorios no serían una parte integrante de un todo llamado España, sino un anejo separado (una anexa parso fragmento) relacionado con ella por unos pactos que constituyen su propio ser histórico, en los cuales pactos (los derechos históricos) se encontraría su régimen normativo completo y exhaustivo. La remisión de la propia Adicional al “marco constitucional” no sería más que una vaga llamada a la unidad de la Corona y a poco más. Para esta forma de pensar existe el régimen del Título VIII de la Constitución española, por un lado, regulador de la integración y convivencia del Estado y sus Comunidades Autónomas (nacionalidades o regiones), y por otro lado los derechos históricos, que regulan por sí solos la relación con el País Vasco y Navarra. A estos sujetos no se les aplica la Constitución, sencillamente están exceptuados de ella.
¿Suena exagerado? Bueno, pues tal que así es tanto la música como la letra de la propuesta que ha presentado el PNV para diseñar el nuevo estatus (no “Estatuto”) del pueblo vasco en relación con España: tomar la Disposición Adicional 1ª ad nauseam (la cita más de veinte veces en seis páginas) como “percha” legal tan capaz como para colgar de ella un régimen político, jurídico y competencial que prácticamente hace del País Vasco un Estado laxamente confederado con España. Y es que la historia, bien leída, lo justifica todo. Y las historias, más. Y lo que no justifica el pasado, lo soporta el principio democrático entendido como decisión de la mayoría del sujeto vasco. Un sujeto que podría en el futuro desconfederarse, aunque a ese paso no se le califique de autodeterminación sino como decisión. ¿Que cómo llamaremos a este invento que, desde luego, no sería una “Comunidad Autónoma”? “Comunidad foral o nacional” sugiere el PNV; creo que lo más adecuado a la letra y espíritu de lo que propone sería “Comunidad adicional”.
La propuesta se encarga cautamente de precisar que sería un régimen “singular, único y no generalizable”. Es decir, solo País Vasco y Navarra pueden gozarlo porque solo ellos poseen formalmente la “percha”. No cabe generalizarlo a ninguna otra región, nación o estado de España, en puridad nada tiene que ver con la forma en que España quiera organizarse, de manera autonómica, regional o federal. Eso es cosa de ella, lo de los territorios forales es adicional a España. En esto, el PNV se pone de antemano la venda ante el riesgo de la emulación catalana o de la envidia de las regiones-tortuga, que podría hacer naufragar su plan antes de botado. Pero, curioso cierre del bucle, es único y particular porque lo estableció así la Constitución: de forma que nos salimos de la ley pero gracias a la ley y respetando la ley.
En esencia estamos ante el plan Ibarretxe de hace quince años: derechos históricos a la brava (la reintegración foral plena de Sabino Arana) más principio democrático entendido como decisión unilateral de la mayoría de los vascos. Y sin embargo, políticamente hay diferencias muy notables: la primera el simple hecho del paso del tiempo y de la desaparición del terrorismo. Y con él, el abandono de la crispación y el advenimiento del oasis. El oasis foral que tanto gustó siempre a los conservadores españoles desde Cánovas. Un precio pequeño para tanta paz. La segunda, que el plan no lo lidera ahora un Gobierno hirsuto y desafiante, sino un grupo parlamentario, con ademán sonriente, protestas de legalidad ante todo y una redacción abierta a la negociación y al compromiso. Comparado con el procés catalán, es pura miel para la meseta.
Que tales diferencias sean suficientes para hacer olvidar la radical exorbitancia constitucional de la propuesta está por ver.