Ignacio Camacho-ABC
Al Rey le faltó un punto de épica del sacrificio; su exhortación a la unidad antepuso la esperanza al dramatismo
No cabe un retrato más nítido que el de ayer sobre el absurdo político de esta legislatura. Por un lado, el Estado constitucional, representado por el Rey, el jefe del Gobierno y la oposición de centro derecha, unidos todos en la batalla contra el virus. Por otro, Podemos y los separatistas a cacerolazo limpio contra el Monarca que exhortaba a la nación a afrontar con entereza el desafío. La irracionalidad, la incoherencia, el desatino, proviene del hecho de que los partidos que alentaban la protesta contra el símbolo del sistema son los socios del Ejecutivo. Esta es la gran anomalía que el mandato de Sánchez arrastra desde el principio y que este paréntesis de responsabilidad no va a solucionar si
el presidente no acepta que la envergadura de la crisis requiere lealtades más consecuentes y serias que las de esos aliados de pega, sectarios a jornada completa siempre dispuestos a echar gasolina en el fuego de cualquier problema.
Por eso no les interesaba el discurso de Felipe VI, que representó, como era de esperar, una llamada al acuerdo, al denostado consenso civil como único instrumento eficaz para combatir una emergencia que está zarandeando la estructura del país por sus mismos cimientos. El Rey es consciente de que su legitimidad de origen ha quedado en el alero de una desgraciada secuencia de errores previos -y ajenos- que han destruido parte de la conexión emocional entre la Corona y el pueblo, y de que tiene que revalidar su liderazgo en una continua demostración de compromiso con su juramento. No le están faltando oportunidades de hacerlo; su reinado es desde el comienzo una diabólica sucesión de aprietos que arrostra con plena conciencia del crédito que pone en juego. El de anoche era de los más serios: una epidemia con miles de enfermos y cientos de muertos, una crisis de empleo y una alerta de seguridad que mantiene a los ciudadanos en régimen de confinamiento. Una situación excepcional en un tiempo en que las excepciones se han convertido casi en una rutina del puesto.
El mensaje fue de resistencia y de esperanza. Le faltó un punto de épica del sacrificio, quizá por temor a que pareciese sobreactuada; en su lugar apeló a la unidad, al optimismo y a la confianza en el músculo moral de esa España de las ventanas que cada tarde se asoma a aplaudir a la profesión sanitaria. Perdían el tiempo quienes esperaban alguna alusión al antipático conflicto de la herencia de Don Juan Carlos, pretexto de la cacerolada; «tocaba lo que tocaba», decían en La Zarzuela, y era el rearme anímico de la gente encerrada en sus casas, que necesita una inyección de fe ya que certezas nadie puede honestamente darlas. Saldremos de ésta, vino a decir, que dificultades similares hemos pasado. Si lo sabrá él, que hace 39 años era un niño que vivió de guardia, junto a su padre ahora tan cuestionado, una larga noche de zozobra en ese mismo palacio.