El miércoles publiqué una columna por la que no recibí un solo insulto en los comentarios digitales. No daba crédito. Se trataba de un texto poco complaciente con Sánchez, y aún menos con Zapatero, y uno confiaba en la habitual movilización de zombis en pijama a la caza del fascismo. Pero la jornada avanzaba, yo me metía en la página y al pie del artículo no comparecía una sola descalificación. Empecé a preocuparme. Para alguien consciente de que en España ningún columnista triunfa sin el tributo invertido de sus odiadores, tanta higiene resultaba degradante. Sabemos que desde que existe internet las puertas de los baños públicos están impolutas. Y ay de nosotros el día que vuelvan a pintar pollas en esas puertas y no en nuestras webs, porque ese día el periodismo habrá muerto. ¡Qué es el periodismo sino la posibilidad de seguir ofreciendo al lector la ocasión de rebajarse libremente!
Estaba a punto de llamar al informático del periódico cuando reparé en que la columna aparecía sin firma. Se me había olvidado rellenar la caja de autoría en el editor. Para cuando lo hice era tarde: los zombis habían pasado de largo sobre mi pieza y se encontrarían ya vomitando sobre un opinador más afortunado que yo. Apenas se presentaron cuatro comentaristas favorables, y la vergüenza de la unanimidad me enrojeció la cara. Pero después entendí que aquello encerraba una metáfora del mecanismo tribal de la política, en la que importa el quién y no el qué, el socio y no el programa, el argumento ad hominem y jamás el razonamiento complejo. Porque la identidad se define antes por negar lo ajeno que por afirmar lo propio.
Un lector, como un votante, admite un grado no irrestricto de disonancia cognitiva. Mi lector quiere que critique cada día al sanchismo, y a esa patriótica tarea me entrego con tal placer que me indigna que me paguen por ella; pero cuando critico a Vox, muchos de esos lectores que sin duda me aprecian corren a informarme de que no esperaban eso de mí –doble humillación– y me instan a reformarme. Si persisto en el desafío, entonces activan la fase del escrache. Es así como el parlamentarismo degenera en vetocracia. El político que, poseído por el ideal quijotesco del ecumenismo, arriesgue el favor de su votante más identificado nunca llegará al poder, que es la justificación de la política. Por eso Felipe González, cuando los entusiastas le invitaban a ensanchar la base por el centro, respondía: «Primero que nos voten los nuestros». Eso es lo que está haciendo Rivera: conjurarse con sus votantes. Y eso fue lo que rehabilitó a Sánchez. Porque para convencer hay que ser plural, pero para gobernar hay que ser unívoco. Y para ser columnista hay que descontar que te manden a tomar por culo. O a freír espárragos, como quiere el catecismo Colau.