Carlos Sánchez-El Confidencial
- Es paradójico. Todo el mundo quiere cambiar la financiación autonómica, pero nadie lo hace. En realidad, lo que se pretende es mantener el ‘statu quo’: más dinero, pero sin corresponsabilidad fiscal
Y resulta sorprendente porque son, precisamente, los dos partidos que han gobernado —y aún lo hacen— desde que en 2014 caducó el modelo vigente de financiación, que, según dicen, les perjudica y no tiene en cuenta sus particularidades, algo que, por cierto, no es del todo así. El actual modelo, cabe recordar, tiene ya en cuenta factores como la población (30% en el reparto del Fondo de Garantía de Servicios Públicos), la superficie (1,8%) o la dispersión (0,6%), además de la población envejecida (8,5%). Otra cosa es que haya que actualizar esas ponderaciones. También el Fondo de Competitividad o el de Cooperación tienen en cuenta la llamada población ajustada. Sin contar el histórico Fondo de Compensación Interterritorial, el único que aparece en la Constitución, pero que, entre unos y otros, lo ha dejado tieso.
Lo paradójico, además de sorprendente, es que políticos tan avezados y preocupados por su tierra no hayan sido capaces de obligar a Rajoy o Sánchez —y mira que ha habido oportunidades— a pactar un nuevo modelo ya vencido sin que hayan montado en cólera más allá de hacerse fotos para la prensa. Probablemente, porque detrás de la reunión de ayer lo que se encuentra, en realidad, es un movimiento táctico para evitar que el nuevo sistema privilegie a los socios de Moncloa más activos, la Comunidad Valenciana y, por supuesto, Cataluña. En el primer caso, de forma objetiva. La tierra de Ximo Puig se encuentra entre las comunidades más perjudicadas, junto a Baleares y Murcia, y en el segundo por razones obvias ahora que ERC (que le ha cogido gusto al poder) ha descubierto la realpolitik.
Pinchar el despoblamiento
La sorpresa es todavía mayor si se tiene en cuenta que el modelo de desarrollo autonómico en las últimas décadas —algo que compete a sus partidos— ha sido un fracaso. No porque se hayan destinado pocos recursos, al contrario, sino más bien porque históricamente han pensado que el progreso pasaba por una mejora de las infraestructuras, lo que tampoco es del todo cierto. El problema no es de carreteras de alta capacidad, ni de circunvalaciones, ni mucho menos, salvo en Extremadura, de trenes de alta velocidad, sino de priorizar una política de inversiones a la economía real para crear empleo y pinchar el despoblamiento.
Sería conveniente, de hecho, saber que hubiera sido de la España despoblada si en vez de invertir miles de millones en infraestructuras que no van a ningún lado —en unos territorios más y en unos territorios menos— se hubieran dedicado a generar un tejido productivo local o centro de investigación y formación profesional de primer nivel.
A veces se olvida que los trenes de alta velocidad favorecen más la fuga hacia Madrid
En su lugar, tanto el PP como el PSOE, los partidos a los que pertenecen siete de los ocho presidentes autonómicos convocados ayer por Feijóo, han preferido la política de la obra pública, que, sin duda, es una condición necesaria para fomentar el progreso de los territorios, pero insuficiente si se obvia todo lo demás. A veces se olvida, como les gusta decir a muchos economistas, que los trenes de alta velocidad —salvo excepciones— favorecen más la fuga hacia Madrid de mucho talento en busca de empleo y salarios más altos que la llegada de capital humano y tecnológico, que es el gran reto de la España despoblada. Si no fuera así, no hay duda de que Andalucía, Castilla y León o Aragón, por donde pasan varias líneas de alta velocidad, serían California. Y no digamos Castilla-La Mancha.
No lo son porque la capacidad de transformar la realidad económica por parte del modelo de financiación, cualquiera el que sea, es muy limitada. Y más si se ha errado en la orientación de la política de inversiones públicas, con una enorme capacidad de arrastre de las privadas.
Cohesión territorial
Es evidente, sin embargo, que hay que mejorar tanto la equidad vertical (tratar de forma distinta a regiones diferentes teniendo en cuenta sus particularidades) como horizontal (igualdad en situaciones análogas), lo que exige aportaciones adicionales del Estado y repartirlas con criterios de nivelación. Precisamente, para favorecer la cohesión territorial. Pero hablar de nuevo modelo sin tocar la arquitectura institucional del sistema autonómico no es más que un patada hacia adelante, como lo fue el sistema acordado en 2009. El último modelo, por ejemplo, significó una aportación adicional por parte del Estado equivalente a 11.000 millones de euros, lo que no parece mucho para las 15 comunidades del régimen común más Ceuta y Melilla. Se agotó y toca ahora pedir más.
En aquella ocasión lo que se hizo fue, ni más ni menos, que una financiación a la carta en función de la capacidad de presión de cada territorio, lo que al final ha generado un modelo incoherente —lleno de fondos— más parecido a un puzle que a otra cosa.
Los avances en la corresponsabilidad fiscal verdadera —no en la nominal— siguen siendo escasos, y el Senado continúa siendo una Cámara fantasma, lo que hace que la financiación dependa exclusivamente del Ejecutivo de turno. El modelo, de hecho, se parece más a las relaciones entre la metrópoli y sus colonias. Hasta el punto de que a causa del demencial sistema de entregas a cuenta las recesiones (como las de 2008 o 2020) no se notan en los presupuestos autonómicos hasta pasados un par de año, lo cual es un sinsentido. Durante la pandemia, incluso, se ha dado la paradoja de que el Gobierno central ha decidido en cada momento cuáles son las competencias de las comunidades autónomas en función de sus intereses, pero sin un mecanismo objetivo de atribución de funciones.
Es posible que detrás de este desbarajuste —que tiene mucho que ver con matar al padre— se encuentre que las regiones han renunciado deliberadamente a avanzar en la corresponsabilidad fiscal, lo que supondría recaudar todos los impuestos, salvo los de naturaleza europea o los que definen al Estado, como el IVA o sociedades, y en su lugar prefieran seguir exigiendo recursos cada cinco años. Es decir, el coste político de la presión fiscal recae siempre sobre el Gobierno central, que es quien da la cara (salvo que se baje algo el IRPF), mientras que, en paralelo, hay pocos incentivos para reducir el gasto. Siempre es más fácil decir que la culpa la tiene el ministro/a de Hacienda de turno porque no aporta los recursos suficientes. O dicho de otra manera, de lo que se trata es de mantener el ‘statu quo’: más dinero, pero sin corresponsabilidad fiscal.