Fernando Savater-El País
Es evidente que nuestra Carta Magna nos defiende pero nosotros tenemos también que defenderla a ella de la ofensiva que padece
Para los donostiarras, la Consti es la plaza de la Constitución, el corazón de la Parte Vieja, donde antaño se corrieron toros (aún están en los balcones los números de aquellas localidades), donde cada año se inician y acaban las fiestas patronales, donde se exhibe el fenomenal cochino que se rifa en Santo Tomás y donde estuvo muchos años la librería Lagun para orgullo democrático de unos y objetivo terrorista de otros. Allí en la Consti, en el Astelena, iniciaba la ronda de vinos mi cuadrilla cuando el mundo era joven y yo para qué contarles. Ahora sigo considerando a la Consti mi casa pero ya no me refiero a la plaza sino a la ley vertebral. Gracias a la Consti soy ciudadano entre compatriotas, no indígena de una tribu esencialista inventada por chamanes locales con devotos propensos a la antropofagia. Pero lo mejor de la Consti es que defiende también a los partidarios de danzas tribales, aunque a veces confieso que por eso me pone de los nervios, y nunca permitirá que unos seamos ciudadanos pero por encima tengamos a otros que son nacionales de pura cepa. La pura cepa, para los ceporros.
Es evidente que la Consti nos defiende pero nosotros tenemos también que defenderla a ella de la ofensiva que padece. Los palmeros del equívoco Sánchez minimizan el peligro como cosas de la derecha, y los nacionalistas la reprochan su inflexibilidad (un papanatas hasta habló de “democracia iliberal”). Invocan la “plurinacionalidad”, que nadie sabe lo que es, para disimular que lo que pide el separatismo es la pluriestatalidad o sea Estados privados dentro de un espectro de Estado general. Y eso no hay Constitución que pueda tolerarlo porque sería abandonar los ciudadanos al arbitrio de las mafias políticas locales.