Y es que, como punto de partida, no se debe olvidar cuál era el estado de salud de la Constitución cuando el pasado 14 de marzo se proclamó el estado de alarma. A esta medida, tan difícil como necesaria, se llega con una Constitución aquejada de patologías previas, no por la resignación con la que las asume menos preocupantes: el principio básico de anualidad de los Presupuestos Generales del Estado, el principio básico de renovación periódica de los órganos constitucionales, por no dar otros ejemplos, se encontraban ya en la referida fecha en cuarentena. Se podrá decir que el remedio a estos males debe esperar en la actual coyuntura, pero no hay síntomas de que vaya a ser una prioridad en la fase próxima de la lucha contra el virus. Y todo indica que, ante los próximos retos colectivos, vamos a necesitar una Constitución sin problemas de salud.
A pesar de todo lo anterior preciso es reconocer que la Constitución, la denostada Constitución de 1978, una vez más ha funcionado. Los constituyentes de 1978 diseñaron un derecho de excepción del que forma parte el estado de alarma que ahora encuadra nuestros instrumentos de lucha contra la pandemia. Hemos podido disponer de un instituto, concebido para catástrofes de este tipo, bajo el que acoger las drásticas pero necesarias medidas adoptadas. La patente restricción resultante en el ejercicio de algunos derechos fundamentales ha hecho dudar de la idoneidad de la opción por este preciso estado de emergencia, que, por lo que hace a su alcance y a diferencia de los estados de excepción o de sitio, no permite la suspensión de derecho fundamental alguno. Ocurre, sin embargo, que el estado de excepción, tal como nuestro ordenamiento lo configura, es expresión y respuesta a un conflicto político abierto. Sería concebible un estado de excepción superpuesto al de alarma en una situación de amplio desafío a este último, pero esto en modo alguno ha ocurrido, de tal modo que sería incluso injusto revestir con los caracteres de una emergencia de orden público unas medidas tan generalmente acatadas por la población.
Dicho esto, la dura realidad es que la presente emergencia es de una magnitud tal que difícilmente podríamos encontrarla acabadamente reflejada en ninguno de los estados de emergencia previstos, sea el estado de alarma, el de excepción o el de sitio. La extensión de estas medidas a todo el territorio nacional, su extensión a toda la población, sin olvidar ahora su prolongación en el tiempo, hacen difícil su descripción con arreglo a las categorías constitucionales disponibles. Cuando de pronto, salvo excepciones, no se puede abandonar el domicilio, cuando de pronto se deja de poder ir a trabajar, cuando de pronto resulta imposible acceder a la generalidad de los servicios básicos no esenciales, la situación resultante rebasa el debate sobre si estamos ante una restricción o una suspensión de determinados derechos y libertades, y si, en consecuencia, procedía la declaración de un estado u otro. Dicho en términos constitucionales, la realidad es que estamos ante una afectación drástica del principio general de libertad, la cual se está asumiendo ejemplarmente en función de su estricta temporalidad, pero que se vuelve una carga tanto más pesada conforme esa temporalidad se prolonga.
La emergencia es tan grande que difícilmente se encontraría reflejada en ninguno de los estados previstos
Para el Gobierno como primer responsable han sido sin duda decisiones enormemente difíciles. Pero por ello mismo no cabe minusvalorar el apoyo por parte de gran parte de la oposición en el Congreso de los Diputados a las dos prórrogas hasta ahora solicitadas de este estado de alarma, con sus extremas exigencias. Los poderes públicos, ocioso es decirlo, han de actuar, como en línea de principio están haciendo, en el marco del ordenamiento jurídico. Pero no hay que excluir que, en último término, la necesidad pura y simple puede llegar a imponerse, y también para las circunstancias de estado de necesidad el Estado democrático de derecho cuenta con instrumentos propios. Se necesita mucho sentido de la responsabilidad para operar en situaciones extremas determinadas por un estado de necesidad, sabiendo siempre de los controles políticos y judiciales de, entre otras, la efectiva y real necesidad unida a la estricta proporcionalidad de las decisiones tomadas. Ocioso es decir que todo esto hace imperativo disponer de un engranaje constitucional impecable.
Es así como llegamos al anuncio de que el fin, en su día, del estado de alarma puede no suponer la exacta vuelta a la normalidad, sino el tránsito a lo que se está llamando una nueva normalidad. La expresión, seguramente con la mejor voluntad, no deja de tener un punto de inquietante: la normalidad, por definición, no es fácilmente adjetivable. Todos sabemos que esta primera oleada del paso de la pandemia por España nos habrá hecho cambiar en multitud de perspectivas, mentales, desde luego, pero también sociales, de hábitos de vida. Nuestra cotidianidad no volverá a ser la misma, y esto puede calificarse de una forma u otra. El problema surge cuando el término quiere describir una situación posterior al estado de alarma en la que acaso se mantengan restricciones en el pleno ejercicio de cualesquiera derechos fundamentales. La desescalada en el régimen de este estado de alarma por definición sólo podrá ser gradual, pero, en atención a ello, parece preferible mantener la vigencia del estado de alarma todo lo suavizado que resulte viable antes que proceder a levantarlo para hacerlo suceder por una situación a medio camino entre el estado de alarma y la normalidad sin adjetivos, todo ello sin base constitucional precisa.
Por último, y todavía por lo que hace a los tiempos que se avecinan, con o acaso incluso sin estados excepcionales, aumentan las voces favorables a medidas supuestamente efectivas en la lucha contra el virus, pero que, más allá de sus posibles beneficios para el bien constitucional que es la salud pública, producen un rechazo instintivo a partir de una moderada sensibilidad constitucional. La geolocalización de toda la población, dirigida a la identificación de la afectada por el virus, por ejemplo, o la reclusión en último término obligada de dichos sectores de población, supondría una degradación alarmante de la calidad de nuestra Constitución. Es cierto que ningún valor constitucional tomado aisladamente tiene carácter absoluto, pero, precisamente por ello, esto mismo vale para todos.
Pedro Cruz Villalón es catedrático emérito de Derecho Constitucional. Fue magistrado y presidente del Tribunal Constitucional