EL IMPARCIAL 06/12/13
JAVIER RUPÉREZ
Cuando llega a su 35 aniversario, la Constitución Española de 1978 sufre los mayores y más viciosos ataques nunca recibidos en su ya no corta y siempre meritoria vida. Sufre también de los injustificados asomos de timidez de aquellos que por obligación o por vocación, o al menos por agradecimiento, más llamados estarían a defender su existencia y su significado. Por eso, en llegando el día de la conmemoración, habría que traer a colación, en beneficio de tanto español que quiere escucharlas, las verdades del barquero, aquellas que un día 6 de Diciembre de 1978 convirtieron a la comunidad española en una nación de ciudadanos libres e iguales. Y cuyas últimas garantías se encuentran precisamente en el texto que algunos nacionalistas obsesivos desearían hacer desaparecer. Y frente a los tales hay que recordar lo evidente:
Que no hay ningún problema que pueda identificarse con el subterfugio del llamado “encaje de Cataluña en España”. Ninguna región española tiene necesidad de “encajarse” de una manera particular en el resto de España, más allá de los límites que la Constitución delimita en su Título VIII sobre la estructura territorial del Estado.
Que la España a la que da vida la Constitución del 78 no es una invención artificial ni una engañifa decimonónica, sino una realidad secular, política, cultural e histórica conformada por la riqueza de sus diversidades y la constancia de su centenaria unidad, elementos a los que la Constitución del 78 aporta la configuración de un Estado de Derecho establecido de acuerdo con las normas de la democracia representativa y respaldado por la inmensa mayoría del pueblo español.
Que no hay ningún “agravio”, más allá de los que puedan surgir de la mente calenturienta de los nacionalistas catalanes, que no pueda tener su encaje político y judicial en los terrenos marcados por la Constitución del 78, como tampoco hay ninguna razón para conceder primacía y consiguiente desigualdad a unas regiones sobre otras: analistas varios se cansan de repetir que la riqueza generada y tasada es individual y no colectiva. Si acaso los agravios pertenecerían a los que no pueden aprender en Cataluña la lengua española que la Constitución defiende como lengua común, que todos tiene derecho a aprender y a utilizar o a los que se ven discriminados en Cataluña por rotular en español sus comercios o productos, por ejemplo.
Que la Constitución tiene sus cauces de reforma y enmienda y que su vulneración entrañaría un golpe de Estado contra la legalidad vigente, por muy pacífico que el tal fuera, y que no otra cosa están persiguiendo los que pretenden organizar en Cataluña un referéndum de autodeterminación entre la población catalana, atentado directo e insostenible contra la noción de España como “patria común de todos los españoles” que la Constitución de 1978 encarna.
Que la pretensión de los secesionistas catalanes no solo atenta contra la estructura legal que la Constitución de 1978 encarna sino también contra la misma forma de convivencia que todos los españoles en su momento se dieron, y que por ello no caben disquisiciones sobre la legalidad, ilegalidad o media legalidad del imposible referéndum sino una afirmación rotunda contra lo que sus propulsores persiguen, cual es la ruptura de la España constitucional y democrática. Y que por ello los que estiman desaforadas las pretensiones independentistas debieran basar sus argumentos no sólo en fórmulas bienpensantes y burocráticas sino en otras en donde apareciera con vigor la defensa en los valores y méritos que la Constitución de 1978 encierra.
Que en consecuencia no hay camino intermedio entre la defensa de la Constitución a la que se deben la institucionalidad y la ciudadanía española y el tramposo “derecho a decidir” que por arte de birlibirloque quieren atribuirse los nacionalistas catalanes, como tampoco hay diálogo, concordia o negociación en ese terreno. Entre otras razones porque los nacionalistas catalanes dicen no satisfacerse con otra cosa que no sea la independencia, por lo que cualquier oferta que no concurra con esa imposible aspiración —léase federalismos a la Rubalcaba, terceras vías a la Duran i Lleida o vivas cartagenas a la Cayo Lara- tampoco servirían para rematar la faena, más allá de los apenas ocultados por inconfesables intentos de congraciarse con los que tienen como único objetivo la ruptura de la “patria común”.
Que el único mérito con que los nacionalistas catalanes pueden contar en su haber es el de la insidiosa consistencia con la que han ido construyendo su edificio de manipulaciones y mentiras para intentar convencer a la parroquia regional del supuesto mérito de sus reivindicaciones, mientras conseguían hacer callar por amedrentamiento, coacción u oportunismo pactista a los que desde la instancias constitucionales deberían haber puesto coto a sus desmanes. Son esos fangos de ayer los que han producido los lodos independentistas de hoy, tan reversibles como aquellos lo fueron: la tarea de la España constitucional es precisamente la contraria de la que inconsciente o torpemente ha jugado con los nacionalismo de vario signo: mostrar en Cataluña, como en cualquier otra parte de España, su presencia tolerante, abierta, imaginativa y contemporánea, parte integrante de un mundo globalizado e interrelacionado en el que España y sus cosas han contado y todavía siguen contando. No está el mundo para los tribalismos pseudo industriales que los nacionalistas catalanes pregonan —como tampoco para el tribalismo neo pastoral de la Euskadi feliz que tanto conmueve a los nacionalistas vascos de vario e indistinto pelaje-.
Que como la misma realidad circundante va demostrando nada es verdad en el imaginario secesionista: ruina económica, aislamiento internacional, greña domestica. En definitiva, una monstruosa y cara locura. Frente a ella se eleva la realidad de los 35 años de la España constitucional, los más libres, los más prósperos, los más creativos en un largo trecho de vida española. Que los que tengan un proyecto más sugestivo de vida en común, bien para rechazar la Constitución del 78, bien para enmendarla, que lo expliciten con claridad y que intenten convencer a la ciudadanía con la misma fuerza con que lo hicieron los constituyentes de 1978. Porque, al final de la historia, lo que nos salva o condena como comunidad es nuestra capacidad para dotarnos de normas que, más allá de las ideologías o del lugar de nacimiento, definen nuestra adhesión a un proyecto de vida en común descrito por principios de comportamiento y valores de convivencia. Eso es la Constitución. El resto es jungla.
Por todo ello, y tantas otras cosas que por brevedad omito, desde esta letra impresa levanto humilde pero firmemente la copa de mis convicciones cívicas y grito con fuerza y afecto, ¡Viva la Constitución!