IGNACIO VARELA-EL CONFIDENCIAL

  • Uno de los rasgos definidores del populismo es el desprecio al derecho. Se expresa en el principio venenoso de que la democracia está por encima de la ley
Hay tres jueces en el Consejo de Ministros. Que hoy no se les caiga la cara de vergüenza demuestra cuánta verdad hay en aquello de que el ser determina la conciencia.

Si bloquear la renovación de varios órganos fundamentales del Estado es una deslealtad institucional del PP no justificable por ningún pretexto de oportunidad, someter el gobierno de los jueces al dictado de la mayoría sanchista forma parte de un asalto en toda regla al orden constitucional. No se responde a un disparate con un disparate mayor, salvo que en esa espiral enloquecida estemos dispuestos a hacer volar las bases de la convivencia.

Uno de los rasgos definidores del populismo es el desprecio al derecho. Se expresa en el principio venenoso de que la democracia está por encima de la ley, como si la democracia fuera otra cosa que el imperio legítimo de la ley. Lo que en realidad quiere decirse con ello es que la voluntad y conveniencia de un poder populista valen más que cualquier ley. Eso está extensamente teorizado en los textos de Podemos, no hay sorpresa por ese lado. La sorpresa viene de que el PSOE de Sánchez lo haya comprado sin pestañear. Diez meses han bastado para constatar que, en ese apareamiento, el PSOE se contagia mucho más de ideología y prácticas populistas que Podemos de socialdemocracia y cultura institucional. En este Gobierno manda Pedro Sánchez, pero Pablo Iglesias construye el ideario.

Reformar la Constitución es muy complicado. Pero es posible desactivarla en la práctica si se crean las condiciones políticas adecuadas para ello. Todas las decisiones de este Gobierno desde su fundación conducen a alterar o neutralizar la Constitución por la vía de hecho: un cambio material sin que sea necesaria una reforma formal. Ese fue el verdadero precio de la investidura.

Además del texto de 1978, existe lo que los juristas llaman ‘bloque de constitucionalidad’. Son las normas fundamentales que hacen operativo el Estado de derecho, completan y desarrollan el orden constitucional y dan forma a las instituciones. Ahí están los estatutos de autonomía; también las leyes que regulan los derechos fundamentales y la elección y el funcionamiento de los poderes del Estado. Entre ellos, muy destacadamente, el poder judicial.

Es evidente que el constituyente del 78 quiso crear un amplio espacio de consenso necesario para esas normas. Sacarlas de la competición partidista y que no pudieran tocarse por una mitad del país con exclusión de la otra mitad. Sin embargo, el designio de este Gobierno es reducir sistemáticamente —hasta suprimirlo por completo— ese espacio del consenso necesario para instalar permanentemente en la vida española la lógica de la confrontación bipolar. Y el error fatal de la oposición es contribuir a ello desde su propia trinchera.

La primera cacicada legislativa que se perpetra es que habilita moralmente a un futuro Gobierno no solo a revertirla sino a imponer su modelo

El PP siempre defendió que una parte de los miembros del CGPJ debería ser elegida por los propios jueces. Rajoy tuvo durante cuatro años mayoría suficiente para imponer ese cambio, y se abstuvo de hacerlo porque no existía consenso para ello. Hoy, en su partido se lo reprochan, pero yo creo que hizo una interpretación impecable del espíritu de la Constitución.

La primera consecuencia de la cacicada legislativa que ahora se perpetra es que habilita moralmente a un futuro Gobierno de la derecha no solo para revertirla sino para hacer lo que no hizo Rajoy: imponer unilateralmente su propio modelo. Una vez que alguien rompe la baraja, hay barra libre: lo que hoy se hace sin consenso puede deshacerse mañana por la misma vía. Ello supone someter permanentemente el poder judicial a los vaivenes partidistas del Gobierno de turno. Nada más funesto para la separación de poderes.

La ruta elegida para introducir esta iniciativa es vergonzante y tramposa. No se presenta como un proyecto de ley del Gobierno, sino como una proposición de sus dos grupos parlamentarios. El propósito descarado es eludir los informes preceptivos del propio CGPJ, del Consejo de Estado y del Consejo Fiscal. No para acelerar el trámite, sino porque saben que los tres informes serían fundadamente negativos, y prefieren ahorrarse ese bochorno adicional.

Tras aprobarse el engendro, el oficialismo procederá a elegir a los nuevos miembros del CGPJ. Cabe presumir que la oposición se negará a participar en el cambalache, lo que conduciría a la aberración de una mayoría del Consejo votada exclusivamente por el partido de Sánchez y sus aliados, y la otra parte petrificada a perpetuidad, con el mandato caducado desde hace años.

La oposición recurrirá la norma al Tribunal Constitucional (también bloqueado ‘sine die’). Si este es consistente con su doctrina anterior (sentencia 4/1986), es probable que la anule. Con ello, decaería la elección de esos 12 consejeros y se abriría la incertidumbre sobre todos los actos realizados por un órgano elegido de forma inconstitucional. País de locos.

No se cambia el sistema judicial por imposición, como tampoco debería hacerse con algo tan nuclear como el Código Penal. Si Sánchez está resuelto —o comprometido— a liberar cuanto antes a Junqueras y los demás, es preferible que dé la cara y los indulte a que se fabrique una reforma legislativa para la ocasiónEl indulto es una decisión exclusivamente gubernamental, que no compromete al poder legislativo; y es un acto singular, que se consume en sí mismo. En cambio, legislar para un caso concreto —o para unas personas concretas— deja huella y pervierte varios principios jurídicos. Sospecho que en este caso se busca, además, crear un espacio de impunidad práctica para futuros golpes institucionales, dejándolos en un limbo sin tipo penal aplicable. Eso también formaría parte del precio de Frankenstein.

Cuando se abre la quiebra sectaria de los consensos que nos protegen del despotismo, la rueda maldita ya no se para

Cuando se abre la quiebra sectaria de los consensos que nos protegen del despotismo, la rueda maldita ya no se para. Tras el poder judicial y el Código Penal, vendrán la Ley Electoral, la habilitación de un referéndum de autodeterminación en Cataluña o cualquier otra cosa abusiva que sea menester para hacer realidad el proyecto-amenaza formulado por Pablo Iglesias y compartido con su socio: aprovechar la conquista de la fortaleza para hacer políticamente inviable la alternancia en el poder durante un par de décadas, tras las cuales del Estado de derecho quedaría hecho un despojo. Nada sustancialmente diferente de lo que sucede en Polonia (si esto les parece exagerado, lean lo que la prensa internacional dice estos días sobre España).

Tratar el derecho a patadas y subastar la Constitución no es culpa menor para un gobernante. Hacerlo mientras la sociedad tiembla por la pandemia, la economía se derrumba y la extrema derecha se dispone a hacer caja con la catástrofe quizá permita disfrutar del poder, pero garantiza un lugar de honor en el basurero de la historia. Pensándolo bien, maldito lo que al dúo gobernante le importan el derecho, la Constitución, la pandemia, el país y la historia.