JAVIER TAJADURA TEJADA, EL CORREO – 07/12/14
· La experiencia histórica y comparada nos enseña que las constituciones que no se reforman perecen.
Con la Constitución de 1978, los españoles hemos alcanzado los más altos niveles de libertad e igualdad de nuestra secular historia. Constituiría un formidable ejercicio de falsificación de la realidad el pretender negar que los 36 años de vigencia de la Constitución de la Monarquía Parlamentaria han sido los más brillantes de los últimos dos siglos. Ahora bien, los muchos éxitos alcanzados han venido también acompañados de fenómenos como la corrupción institucional, la oligarquización de los partidos o la radicalización del nacionalismo catalán, que –en un contexto de grave crisis económica y social– configuran una suerte de tormenta perfecta que podría hacer naufragar la nave constitucional.
Al celebrar el 36 aniversario de la Constitución es preciso advertir que España se enfrenta a una crisis territorial y a una crisis institucional sin precedentes. Crisis que sólo podrá ser superada mediante una reforma amplia, profunda y consensuada de la Constitución vigente. La experiencia histórica y comparada nos enseña que las constituciones que no se reforman, perecen.
La ruptura por parte del nacionalismo catalán del pacto constitucional ha colocado a la Comunidad Autónoma de Cataluña en una posición de rebeldía. La Generalitat –actuando al margen y en contra del ordenamiento jurídico– ha anunciado una hoja de ruta para la secesión en virtud de la cual en dieciocho meses Cataluña se convertiría en un Estado independiente. Nunca hasta ahora en los 36 años de democracia se había planteado seriamente la posibilidad de fragmentación y destrucción del Estado. La crisis territorial pone en riesgo la existencia misma del Estado. Esta crisis territorial coincide con una crisis política que afecta a prácticamente todas las instituciones del Estado. En realidad, la crisis institucional es una de las causas que explica la crisis territorial. La debilidad del Estado, desprestigiado por la corrupción política y por su incapacidad para hacer frente a la grave situación económica, favorece la retórica del nacionalismo catalán.
La crisis institucional ha sido provocada por la oligarquización de los partidos políticos y la colonización de las instituciones que han llevado a cabo. La oligarquización de los partidos políticos ha supuesto que un reducido grupo de personas –profesionales del partido y de la política– ejerzan en ellos un poder omnímodo. La facultad de confeccionar las listas electorales sirve para silenciar cualquier voz crítica. De esta forma, los partidos se han alejado de sus bases sociales, y el necesario vínculo de confianza entre los representantes y sus electores ha sido sustituido por el que liga a aquellos con la cúpula del partido que los incluyó en las listas.
Estos partidos han invadido espacios y ocupado instituciones que, por su propia naturaleza, deben permanecer ajenos a la lógica de los partidos. Instituciones que para poder cumplir correctamente su función de control del poder deben ser absolutamente independientes de los partidos, han sido colonizadas por estos. Así ha ocurrido con el Tribunal Constitucional, con el Tribunal de Cuentas, o con el Consejo General del Poder Judicial. Los partidos han ocupado también las administraciones públicas hasta el punto de que para ocupar cargos directivos en ellas, los criterios de mérito y capacidad han sido reemplazados por el de afinidad partidista.
La oligarquización de los partidos y el control absoluto que ejercen sobre las instituciones son las causas que explican la existencia de altísimos niveles de corrupción política y económica. La corrupción, por su parte, ha provocado una lógica desconfianza de los ciudadanos en los partidos y en las instituciones. Esta desafección hacia un sistema político que se muestra tolerante con la corrupción ha provocado el surgimiento de una nueva fuerza política, Podemos, cuyo programa se sintetiza en la peligrosa idea de «acabar con el Régimen del 78». Nunca hasta ahora una fuerza política claramente rupturista había suscitado en las encuestas de opinión tan alto nivel de apoyo.
En este contexto, sería suicida negar que tanto Podemos como el nacionalismo independentista catalán se configuran como dos graves amenazas para el futuro de la Constitución cuyo trigésimo cuarto aniversario estamos celebrando. Pero junto a ellos existe un tercer enemigo de la Constitución: el inmovilismo de quienes se oponen a las reformas constitucionales necesarias para acabar con la corrupción y recuperar la confianza perdida de los ciudadanos en las instituciones.
La crisis institucional y territorial actual debe ser abordada con el mismo espíritu y altura de miras con los que la clase política y la sociedad se enfrentaron al colapso de la dictadura franquista. Para ello es preciso iniciar un diálogo entre todas las formaciones políticas sobre las causas que han provocado el declive de nuestra democracia y lograr un acuerdo político amplio sobre la forma de superarla. Dicho acuerdo debería traducirse en una reforma de la Constitución. La reforma debería servir para corregir los errores de diseño del Estado autonómico, así como de aquellas instituciones que deben ser independientes de los partidos y no lo son. Por otro lado, y en tanto que la reforma debería ser aprobada mediante referéndum nacional, permitiría a la inmensa mayoría de los españoles reafirmar nuestro compromiso con los principios y valores de la Constitución.
Esta es la gran encrucijada histórica y política de hoy: o bien, emprendemos el camino de la reforma, para renovar, mejorándolas, las bases institucionales y políticas del proyecto de convivencia colectiva en libertad, en que la Constitución consiste; o bien, nos atrincheramos en un inmovilismo suicida que sólo beneficia a quienes pretenden «acabar con el Régimen del 78».
JAVIER TAJADURA TEJADA, EL CORREO – 07/12/14