Ignacio Camacho-ABC

  • El modelo territorial no necesita un cambio de paradigma. Bastaría con un Gobierno firme ante la deslealtad nacionalista

EL debate sobre la reforma de la Constitución es un clásico de cada puente de diciembre. Se publican por esas fechas artículos de académicos y juristas, los políticos hacen algunas declaraciones de rutina, se comenta el tema en las tertulias de radio y de tele y luego se deja todo para el año siguiente. Pero he aquí que de repente Felipe González lo ha sacado a relucir dos meses antes para proponer en el Foro La Toja una revisión del modelo territorial en términos federales con el objetivo de frenar la continua reclamación de los separatistas catalanes. La idea no es mala: cerrar de una vez el catálogo de competencias traspasables y dejar claro al independentismo las que están y las que nunca estarán a su alcance.

Tal como la ha planteado, sin embargo, no se trata de una reforma sino de una Constitución nueva porque una mutación completa del Título Octavo supondría un vuelco de arriba abajo, una transformación sustancial de la estructura del Estado. Es cierto que las autonomías son ya un sistema federal mal disimulado, y que en ninguna parte está escrito que no convenga consagrar lo que con el paso de los años ha devenido en una realidad ‘de facto’. Pero dadas las dificultades y condicionantes que la propia ley fundacional establece para su cambio sería sin duda más sencillo que el Gobierno –es decir, el partido de González– dejara de retorcer el espíritu constituyente para alquilar el respaldo de sus insaciables aliados.

El problema de la Carta Magna consiste en que fue redactada desde una suposición, tan noble como cándida, de mutua confianza. Una ingenuidad propia quizá del tiempo en que la voluntad de construir un marco estable de libertades en España era abrumadoramente mayoritaria. Y era menester hacerlo de forma rápida para que el proceso de transición pacífica no embarrancara. La necesidad de acuerdo obligó a abrir la mano a las reivindicaciones identitarias vascas y catalanas mediante un autogobierno que incluía el compromiso de una cierta soberanía limitada. Ha sido la deslealtad posterior del nacionalismo, su traición abierta, la que ha convertido en un error aquel acierto de integración democrática.

Bastaría por tanto con que los dos pilares constitucionales volvieran al consenso frente al desafío rupturista, el mismo consenso que de todas maneras requeriría cualquier iniciativa de modificación o enmienda, siquiera mínima, del actual paradigma. Tan simple como difícil, por no decir imposible, en el actual clima de bipolaridad política. Las costuras del proyecto del 78 crujen porque el Ejecutivo sanchista ha emprendido un camino de metamorfosis subrepticia, una deriva de enfrentamiento sectario donde toda concordia transversal está prohibida. Y no habrá arreglo posible mientras no la corrija. La culpa no es de la Constitución sino de quien la ha vaciado de contenido para hacerse con ella un gorro bonapartista.