La Unión Europea epresenta la primera potencia económica del mundo, es un ejemplo de cooperación supranacional y de diálogo y se esfuerza en exportar seguridad y democracia a otras regiones, más turbulentas, del planeta. Pese a todos estos logros, alcanzados en menos de medio siglo, la UE se encuentra inmersa en una crisis de madurez.
LA CONSTITUCIÓN EUROPEA…
LA Unión Europea amanece hoy como una confederación de Estados-nación que agrupa a 25 países y 450 millones de ciudadanos con un proyecto de paz y de prosperidad consagrado en un Tratado constitucional, firmado ayer en el Capitolio romano. Representa la primera potencia económica del mundo, es un ejemplo de cooperación supranacional y de diálogo y se esfuerza en exportar seguridad y democracia a otras regiones, más turbulentas, del planeta.
Y pese a todos estos logros, alcanzados en menos de medio siglo desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la UE se encuentra inmersa en una crisis de madurez. El debate sobre la candidatura de Turquía, que es en realidad el debate sobre los límites y la identidad de Europa, sobre sus fundamentos históricos, geográficos y religiosos, hierve y está lejos de encontrar respuestas satisfactorias. Las instituciones europeas, en permanente mutación durante los últimos 14 años (Maastricht, Amsterdam, Niza y ahora la Constitución), soportan mal la velocidad de los cambios políticos, de la integración y de las sucesivas ampliaciones, a doce miembros en 1986, a quince en 1995 y a veinticinco el pasado mes de mayo.
Esta complejidad creciente ha desembocado inevitablemente en una Europa de varias velocidades, que se ha plasmado en el euro, el espacio Schengen, las iniciativas de Defensa común y otras por venir, por ejemplo, en el espacio de Libertad, Seguridad y Justicia. Pero también conduce a una mecánica de ejes múltiples, que se articulan según los intereses en juego. En este sentido, la apuesta espontánea del Gobierno español por pegarse a la rueda del tándem franco-alemán sólo será válida si persigue objetivos concretos y admite otras alianzas igualmente circunstanciales. De lo contrario, la alianza estratégica se convertirá en seguidismo y servirá bien poco a los intereses de los españoles.
Los cambios institucionales en el seno de la UE han sido igualmente vertiginosos. El Parlamento Europeo, por ejemplo, descubrió esta semana, con asombro y una cierta euforia de adolescente que explora sus límites, que es capaz de tumbar al Ejecutivo comunitario e imponer sus condiciones no sólo a éste sino incluso a los veinticinco jefes de Gobierno que se sientan en el antaño todopoderoso Consejo Europeo. José Manuel Durao Barroso, designado por unanimidad el pasado mes de junio como próximo presidente de la Comisión Europea y ratificado un mes más tarde con un amplio margen de votos por el Parlamento Europeo, vio cómo su equipo era vetado a causa de los burdos comentarios sobre los homosexuales y las mujeres proferidos por el italiano Rocco Buttiglione, aunque hay al menos otros cuatro comisarios con problemas objetivos para desempeñar los cargos para los que fueron propuestos.
La crisis abierta, que habría sido mayor si Barroso hubiera forzado una votación en la Eurocámara, puede prolongarse hasta Navidad y requerirá un uso intensivo de las dotes de persuasión y de cintura política que se atribuyen al político portugués. Pero también algunos jefes de Gobierno deberán hacer un esfuerzo y respetar la independencia de Barroso. Éste no puede elegir los nombres, sino hacer el cesto con el mimbre que le han dado las capitales, pero sí puede decidir sobre las funciones de cada uno en su Ejecutivo.
En este contexto interviene el proceso de ratificación de la Constitución Europea, una operación política de alto riesgo, con al menos 11 referendos previstos entre 2005 y 2006, algunos muy cuesta arriba. Para superar estas pruebas, es imprescindible disponer cuanto antes de una Comisión Europea fuerte y con un amplio respaldo del Parlamento Europeo. Es positivo, y así debe ser interpretado, el episodio de esta semana en Estrasburgo, porque demuestra que el Parlamento Europeo elegido por los ciudadanos de sus veinticinco países sabe ejercer su función de control del Ejecutivo. La UE ha dado una prueba de democracia y de transparencia, lo que reclaman tanto sus detractores.
…EN EL MARCO ESPAÑOL
RESULTA tan sorprendente como arriesgado el hecho de que el Gobierno socialista no haya decidido aún si consultará al Tribunal Constitucional el procedimiento a seguir ante la posible modificación de la Carta Magna española para su adecuación al nuevo Tratado de la UE. Mayor asombro provoca el anuncio de que, de producirse esta consulta, no sería nunca antes del referéndum de ratificación, previsto para el próximo 20 de febrero de 2005. ¿Qué se gana posponiendo esta decisión? La lógica demanda que antes de que los españoles se pronuncien sepan si las divergencias existentes entre los dos textos harían necesaria una reforma de la Carta Magna española, en mayor o menor medida. Porque el cariz de esa eventual reforma no es una mera cuestión de matiz, sino un elemento sustancial que puede marcar el sentido del voto de los españoles. La urgencia con que el Gobierno socialista ha emprendido la carrera de la Constitución europea podría jugar en contra de los propios intereses de España. Empeñado en traspasar antes que nadie la línea de meta, Zapatero debería contener su frenesí europeísta y hacer caso de la letra de la popular ranchera: «No hay que llegar primero, sino hay que saber llegar». El Ejecutivo ha diseñado un calendario marcado por la precipitación. La fecha del 20 de febrero es un error, en tiempo y forma. La inocencia juvenil que evidencian las prisas del Gobierno socialista, mientras los demás nos miran de reojo y modulan los plazos en función de su propia conveniencia, no reporta a España ningún beneficio. Sólo puede plantearnos problemas.
Editorial en ABC, 30/10/2004