Euardo Uriarte-Editores

En esta época de confusión, de la que, por ejemplo, sólo sabemos de los efectos de la amnistía por lo que dice en el Senado el presidente catalán en ausencia irrespetuosa del Gobierno, me sorprende descubrir en el periodismo el lugar común de que estas elecciones vascas son las más reñidas de su historia. Hubo otras tan reñidas o más, las que ganó Txiki Benegas a Ardanza (ambos desgraciadamente fallecidos), y, especialmente, las elecciones del 2001 en las que un frente constitucionalista estuvo a punto de truncar la deriva política que no sólo se desencadenó en Euskadi, sino la que desde ese momento se propició en toda España con los actuales desastrosos resultados.

Del comportamiento de González, al que admiro por saber llevar a la izquierda a la democracia, guardo el amargo recuerdo de evadirse de aquel encuentro constitucional necesario y vital frente al soberanismo vasco. Su sacralización del pragmatismo no le permitió asumir el republicanismo, la defensa de la legalidad que hacían gala Oreja y Redondo. Tras la victoria de Ibarretxe, vendría el pacto del Tinell, la larguísima negociación con ETA y la legalización de HB, con el aberrante hecho -que creara vicio en la izquierda- de que el Constitucional contradijera al Tribunal Supremo. Después, el referendum independentista catalán, la inconstitucionalidad de los decretos de emergencia, los decretos leyes y la proposición de ley como instrumentos del decisionismo izquierdista. Los indultos a los sediciosos, la conversión del Ejecutivo en oposición de la oposición, apartándose de su función, la inconstitucional proposición de ley de la amnistía por el procedimiento de urgencia, “una enmienda a la totalidad” al Estado, abandono del deber de presentación de los Presupuestos, etc, etc, etc. La Constitución ha muerto y no hay un PSOE que clame por ella.

Este singular espectáculo político en el que Estado se fagocita desde su propio Gobierno, en el que la supervivencia de éste le lleva a cargarse al resto del Estado incluida su territorialidad, es un fenómeno inhabitual en un estado consolidado en Europa, de alarmante perplejidad para un demócrata europeo. Sólo aceptado en determinados sectores políticos franceses educados en el desdeño sobre la incapacidad cívica del pueblo español, asumiendo la tesis romántica, y a la vez condenatoria, de Mérimée de que una constitución en España era una pellada de yeso en un edificio de mármol.

Conocidos los antecedentes de los indultos, modificación del código penal, la propuesta socialista a la amnistía, la credibilidad de un referendum de autodeterminación para Cataluña, y el que vendrá para Euskadi posteriormente, pesan como una losa en el futuro hacia la liquidación de nuestra nación. Contemplamos el fenómeno inhabitual en la Europa actual del suicidio de un estado consolidado históricamente. Este Gobierno frente al Estado y la ley, produce un enorme miedo (miedo del que describe espléndidamente Antonio Elorza en The Objective). Así, las elecciones vascas, “las reñidas elecciones vascas”, están sumidas en el miedo social a diferenciarse del gregarismo nacionalista después de los años de plomo, y, especialmente, tras la legitimación por la izquierda y el Gobierno del nacionalismo que recoge las nueces y del que movió el árbol.

Es evidente que la Constitución del 78 tiene fallos, todas las tienen, y algunos, como los británicos ni la tienen, se sirven de sus leyes y usos, pero, sobre todo, de una lealtad republicana admirable para sostener la convivencia política sin, ni muchos menos, referenciarse en sus guerras civiles que también las tuvieron para diferenciarse. Precisamente para superar los conflictos es por lo que surgió el imperio de la ley y el parlamentarismo.

No hay constitución que sobreviva al desencuentro republicano entre las formaciones políticas de una comunidad, y mucho menos cuando se erigen muros con el otro agente político fundamental para que la política funcione, la derecha parlamentaria en nuestro caso. Si el Gobierno la desdeña, si el presidente actúa, más allá del presidencialismo, como un señor absoluto -política exterior, defensa, cohesión territorial-, nuestra situación ya es el prólogo de una tragedia, salvo que el electorado decida devolvernos a la modernidad, al parlamentarismo y a la Constitución. Y a esperar que se refunde un socialismo democrático, si no…, siempre nos quedará Portugal.