Alejo Vidal-Quadras-Vozpópuli
Frente a un paisaje sombrío hemos de proporcionar luz, ante problemas notorios hay que buscar soluciones
El viernes pasado conmemoramos el cuadragésimo sexto aniversario de la aprobación por referéndum de la vigente Constitución, la conocida como la Constitución de la concordia, la Constitución de 1978. Con ocasión de esta efeméride, resultan oportunas las siguientes preguntas: ¿Puede una Constitución asegurar por sí misma la unidad, la prosperidad, el bienestar y el orden civil para los ciudadanos y protegerlos de gobernantes mendaces, venales, incompetentes o corruptos? ¿Es capaz un orden legal básico mediante un diseño perfectamente elaborado impedir que partidos separatistas intenten dar un golpe de estado para destruir la Nación o que un poder ejecutivo sin escrúpulos colonice los órganos constitucionales y los organismos reguladores, el CIS, el BE, RTVE, medios de comunicación privados, universidades y otras instancias de la sociedad civil? ¿Cabe dentro de los efectos de una Norma Suprema que en su marco sea imposible la aparición de una partitocracia extractiva, corrupta e invasiva que ponga el estado a su servicio y proceda al reparto por cuotas de instituciones que han de operar con escrupulosa independencia? ¿Está en las posibilidades de una Constitución redactada por mentes esclarecidas hacer imposible que el Fiscal General del Estado sea una marioneta del Gobierno de turno y el presidente del Tribunal Constitucional actúe al dictado de un aspirante a autócrata invalidando sentencias firmes del Tribunal Supremo en beneficio de los responsables del saqueo más voluminoso del erario del último medio siglo y que los condenados sean ovacionados por una asamblea borreguil de paniaguados embrutecidos? ¿Estaríamos a salvo con una Constitución adecuadamente diseñada de que llegase a La Moncloa un ególatra amoral dispuesto a entregar la Nación a sus peores enemigos internos o a adoptar como aliados parlamentarios preferentes a formaciones que justifican el asesinato de sus propios correligionarios con tal de mantenerse en el poder? ¿Una Constitución óptima nos situaría al abrigo de que un presidente del Gobierno desaprensivo permita a sus allegados utilizar la influencia, los medios y el personal anejos a su cargo para sus turbios negocios particulares? ¿Una Constitución distinta a la imperante permitiría a los padres elegir en Cataluña la lengua de escolarización de sus hijos? ¿Qué Constitución nos ahorraría el oprobio de asistir al lamentable espectáculo de un ex presidente de Gobierno al que pagamos un sueldo, vehículo oficial, secretaría y escolta, actuar como lacayo de un narcodictador criminal por pura codicia?
Lamentablemente, no podemos tener la seguridad de que la respuesta a estos lacerantes interrogantes fuera afirmativa. Una Constitución, incluida la nuestra de 1978, no tiene poderes taumatúrgicos y la prueba radica en que todos los horrores que he mencionado han sucedido y suceden en España pese a que disponemos de una Ley Fundamental acorde con los cánones de las democracias occidentales avanzadas.
El tiempo ha demostrado que la Constitución de 1978, junto a sus innegables aciertos, entre ellos el apaciguamiento de cuatro de nuestros viejos demonios, la cuestión social, la militar, la religiosa y la de la forma de Estado, ofrece dos graves defectos, el modelo territorial y la deriva partitocrática. Actuemos, pues, sobre estos dos puntos
La conclusión que extraer de todo lo anterior nos conduce al título de la célebre novela de Graham Greene: El factor humano. En efecto, este es un elemento clave. Una Constitución defectuosa desarrollada y aplicada por políticos y juristas competentes, patriotas, honrados e inteligentes dará mejores resultados que una Ley Fundamental técnicamente más conseguida, pero en manos de gobernantes y servidores públicos ignorantes, codiciosos, cleptócratas y cortos de luces. Si nuestra Ley Fundamental de 1978 hubiera sido desplegada y administrada por el rey filósofo platónico en vez de por la tropa que nos ha tocado padecer, la separación de poderes hubiera sido escrupulosamente respetada, la composición de los órganos constitucionales y de los organismos reguladores se hubiera fijado por estrictos criterios de competencia y experiencia y no por reparto entre siglas, los separatistas y los colectivistas jamás hubieran dispuesto de los instrumentos institucionales, políticos, educativos, financieros y de creación de opinión con los que han puesto en jaque al Estado, fragmentado la Nación y dificultado la creación y crecimiento de las empresas porque los grandes partidos sistémicos se habrían aliado para barrarles el paso y la corrupción no habría existido porque la sola idea de apropiarse de un euro indebidamente hubiera repugnado a nuestros concejales, alcaldes, consejeros autonómicos, diputados y ministros. Por desgracia, la realidad ha sido muy otra y el panorama que contemplamos en estos días desde cualquiera de estas perspectivas es desolador.
Esta constatación de la enorme relevancia del factor humano -pensad que dependemos de individuos que se van a almorzar con una periodista durante cuatro horas manteniéndose incomunicados en un día de altísimo riesgo de riada devastadora o que niegan el auxilio urgente e inmediato a una población desesperada en medio de una catástrofe natural arrasadora por cálculo político- no nos ha de arrastrar a la frustrante certeza de que ante la imposibilidad de cambiar la naturaleza caída de nuestra especie nos hemos de resignar al desastre actual que aflige a la vida pública española. Nada de eso.
El adanismo destructivo y el continuismo imperante
Frente a un paisaje sombrío hemos de proporcionar luz, ante problemas notorios hay que buscar soluciones. Si la Constitución de 1978 ha cubierto una etapa y se encuentra en una fase de agotamiento, circunstancia difícil de negar a la vista de los lamentables fallos de nuestro sistema institucional y político que contemplamos todos los días, hemos de reformarla para sellar sus grietas, taponar sus vías de agua y fortalecer sus cimientos. No se trata de partir de cero y entrar en un período constituyente plagado de peligros ni tampoco de instalarnos en un inmovilismo impotente. Tan nefasto es el adanismo destructivo como el continuismo inoperante. El tiempo ha demostrado que la Constitución de 1978, junto a sus innegables aciertos, entre ellos el apaciguamiento de cuatro de nuestros viejos demonios, la cuestión social, la militar, la religiosa y la de la forma de Estado, ofrece dos graves defectos, el modelo territorial y la deriva partitocrática. Actuemos, pues, sobre estos dos puntos y creemos el clima de opinión necesario para su corrección.
Es el momento de la sociedad civil. Tenemos la obligación de movilizarnos, de hacer oír nuestra voz y de empujar a los dos partidos que pueden configurar la alternativa a la pesadilla sanchista a entenderse, a poner el interés superior de la Nación por encima de sus intereses electorales inmediatos y a acordar un proyecto nacional forjado de ambición y de grandeza que afronte sin vacilaciones las arduas, pero imprescindibles, tareas pendientes a la luz de la experiencia acumulada. España tiene un tremendo potencial y hemos de conseguir un presente y levantar un futuro a la altura de nuestro formidable pasado. Definámoslo, propongámoslo, démoslo a conocer y concienciemos a nuestros conciudadanos sin excepción para hacerlo realidad porque si esperamos cómodamente a que lo hagan aquellos a los que votamos para que cumplan este propósito, llevan demasiado tiempo dejándonos claro que será en vano.