Josep Martí Blanch-El Confidencial
- Resulta difícil de entender que entre el dontancredismo y el proceso constituyente disfrazado de reforma no exista un espacio común que pueda transitarse
Otro cumpleaños de la Constitución. Van 43. Transcurrió la efeméride con la previsibilidad de los últimos años. Mientras unos soplaban las velas, otros escupían en el pastel, los de más allá se ausentaban para no coincidir con el resto de los celebrantes y el resto vociferaba que la fiesta era la de un muerto, así que en realidad no había nada que celebrar.
¿Quieren doblar su capital imaginario apostando sobre seguro? Juéguenselo todo a que el año que viene leerán los mismos artículos, análisis y escucharán las mismas declaraciones sobre las bondades y peligros de su reforma, solo que habláremos del 44 cumpleaños. Salvo que la UE mande formar, la Constitución no se toca. Ahí están los dos únicos antecedentes hasta la fecha —1992 y 2011— para corroborarlo.
Los mocasines del inmovilismo le quedan a uno pequeños, pero aun así puede calzárselos para llegar a comprender que haya motivos de prevención en el conservadurismo para la reforma constitucional —dejemos el espectro reaccionario a un lado— basados en la convicción de que las reformas las carga el diablo porque solo es posible atinar cómo empiezan los cambios, pero jamás el alcance definitivo de los mismos. Por su parte, del lado reformista, la horma nueva que se pretende ha de satisfacer las necesidades de pies muy diferentes. Hasta el punto de que más que una reforma constitucional hay quienes persiguen un nuevo proceso constituyente.
El debate actual sobre la constitución y su reforma no es ajeno a la enmienda a la totalidad sobre la transición que cada vez viene coreándose con mayor insolencia. No es que la carta magna ya no respire el signo de los tiempos después de pasadas cuatro décadas, sino que, además, se añade, su origen está viciado y ha sido una estafa hasta ahora. El adanismo todo lo impregna. Nada del pasado sirve y todo ha de reinventarse.
La verdad es que resulta difícil de entender que entre el dontancredismo y el proceso constituyente disfrazado de reforma no exista un espacio común que pueda transitarse con cierta tranquilidad para acomodar el texto constitucional a las necesidades de una sociedad que en una década habrá consumido el primer tercio del siglo XXI. Otra cosa es que ahí esté la solución a los problemas de la España del presente.
No es cierto que cada generación deba votar su propia Constitución. Y, por supuesto, tampoco lo es que no deba hacerlo. Argumentos hay para una cosa y la contraria. Pero más importante que cualquier precepto teórico sobre generaciones resulta el estado de ánimo en el que anda instalada la sociedad a la que debe servir la carta magna. ¿Cuántos ciudadanos expresan de un modo u otro cada vez que tienen la oportunidad de hacerlo —votando o en las encuestas— que ya no se sienten al abrigo de la Constitución? El ejemplo más claro es Cataluña, con la mitad de su población “fuera” de la Constitución (las urnas reiteran una y otra vez este extremo), aunque también valdría como ejemplo la opinión de la sociedad española en su conjunto referida a la inviolabilidad de los actos del Rey.
Estamos ante dos utopías, porque en estos momentos ni una reforma ambiciosa ni una vuelta a la lectura generosa son posibles
Pero hay algo en la reforma constitucional —más allá de la inevitable modificación para asegurar la igualdad entre mujer y hombre en la sucesión al trono— que funciona únicamente como un motor de expectativas incumplibles. Porque el verdadero problema de la Constitución de 1978 no es que sus páginas amarilleen, sino el ingente esfuerzo que la clase política española ha llevado a cabo en los tres últimos lustros por incumplirla cada vez con mayor descaro y el rácano esfuerzo que las instituciones encargadas de preservar su estado de salud —en particular el Tribunal Constitucional— han dedicado a cumplir con su obligación.
Del mismo modo que no puede esperarse que de una operación de cirugía estética —papada, por ejemplo— se derive un incremento del coeficiente intelectual del paciente, tampoco debiera considerarse que, caso de ser factible, una reforma de la Constitución vaya a poner punto final a los problemas territoriales, la legitimación de la Corona en los términos que exige la ciudadanía del siglo XXI, la despolitización de la Justicia y cuantos problemas quieran añadirse a la lista. Un tonto que se opera la papada acaba siendo, si la intervención es un éxito, un tonto sin papada.
Entre el ánimo de cumplir y hacer cumplir la Constitución de 1978, interpretarla generosamente de acuerdo con el sentir del presente y de la sociedad actual a la que ha de servir y una reforma imposible, siempre alejada en el tiempo, planteada como un teórico bálsamo de fierabrás a partir del cual todos los problemas desaparecen, es mucho más razonable, práctico, rápido y efectivo abrazar la primera opción. Aunque razonable no quiere decir posible. Estamos ante dos utopías. Porque en estos momentos ni una reforma ambiciosa ni una vuelta a la lectura generosa de la Constitución de 1978 que permitió, antes de que decidiéramos involucionar, que todos sintiéramos como nuestra la carta magna son posibles. Así que en un año más papada.