JUAN LUIS CEBRIÁN-EL PAÍS

  • Hay valores morales y sociales que conforman nuestra comunidad que se han visto seriamente dañados con la pandemia, pero merece la pena construir otra narrativa de nuestro futuro diferente a la oficial

La pregunta esencial es: cuando todo esto acabe, o al menos se estabilice la situación, y nos encontremos ante un panorama radicalmente diferente al que hemos vivido en los últimos setenta años, ¿cómo definiremos la sociedad emergente? La memoria sobre los sucesos que han de propiciar su alumbramiento está siendo diseñada desde ahora por el poder, a base de datos y de cifras, de mítines diarios en los que los gerifaltes transmiten su injustificable autosatisfacción por lo que consideran el deber cumplido. La mayoría de los gobiernos comenzaron a escribir la memoria del futuro en los albores de la invasión del bicho. Nos anunciaron una nueva normalidad que más o menos tendría que haber coincidido con la estúpida aseveración que nuestro presidente hizo de que habíamos vencido al virus. Seis meses después, aquí siguen la covid y su compañera, la muerte, con su reguero de amargura y dolor, de pobreza y soledad. La derrotaremos al fin; o quizá ni siquiera eso, porque bastará con aprender a convivir con ella. Para entonces, ¿cómo será el mundo en que hemos de vivir?

El hombre es un ser social, lo que nos distingue del resto de los mamíferos. No obstante, durante el último año el mensaje dominante de las autoridades a la ciudadanía ha sido que es mejor no relacionarse unos con otros. Esta ausencia de besos, de abrazos, ese insistir en guardar las distancias, enmascarar el rostro, cerrar los lugares de encuentro, incluso los dedicados a la investigación y el estudio, nos pasará factura. No dudo de la necesidad de que se lleven a cabo. Pero la falta de empatía que los funcionarios del poder han demostrado con el sufrimiento ajeno es síntoma de que, si falló la previsión en la lucha contra pandemia, también parece que lo ha de hacer respecto a las muy graves consecuencias sociales que empiezan a aflorar por culpa de ella. No solo merecen una evaluación económica. El dinero no puede ser la medida de todas las cosas, ni los ciudadanos como los especuladores financieros. Hay valores morales y sociales que conforman nuestra comunidad y que se han visto seriamente dañados en esta coyuntura. Lo debería saber mejor que nadie el todavía ministro de Sanidad, que por lo visto es filósofo. Aunque lo debe ser como Sócrates, a base de charlas, porque no se conoce que haya escrito mucho al respecto.

Entre los daños colaterales de la epidemia resaltan los que amenazan seriamente al presente y futuro de las democracias. En nuestro caso llevamos padeciendo durante casi un año la suspensión permanente de los derechos de libre circulación y de reunión mediante la toma de decisiones de dudosa constitucionalidad, según no pocos expertos han puesto de relieve. Pese a ello, el presidente del Gobierno apenas comparece en Cortes para someterse al control del Parlamento, cuyas funciones ya se han visto mermadas por la aplicación de la emergencia sanitaria. De paso endosa a las comunidades autónomas la responsabilidad social y política de las medidas de salud pública, incluso las que afectan a nuestros derechos fundamentales; las ruedas de prensa se someten al filtrado tecnológico de los funcionarios de Moncloa; se trata de vulnerar la independencia del poder judicial; se ningunea el papel del Consejo de Estado; se usa y abusa de la facultad de legislar mediante decretos leyes, en temas que para nada tienen que ver con la alarma sanitaria; hasta el Consejo de Transparencia se ve sometido a purgas.

¿Cómo ha de extrañar en ese escenario el espectáculo indecente de un ministro de Sanidad que abandona sus responsabilidades en el peor momento de la amenaza a la salud y las vidas de los españoles? Pese a sus protestas en contrario, este fontanero de la tecnocracia del partido nunca ha reconocido ni rectificado errores; ha mantenido al frente de las operaciones, contra la opinión de todos los expertos, a un inútil egocéntrico cuya incompetencia resplandece cada vez que balbucea una predicción o manipula una estadística; y, por si fuera poco, antepone ahora la paranoia electoral del PSC y sus propias aspiraciones a los intereses generales de los administrados. Nos legará, eso sí, un piélago de confusión, pues a estas alturas ya no sabemos cuándo ni dónde podemos hacer según qué cosas. Por si fuera poco, su principal colaborador nos acusa de ser los responsables del empeoramiento de la pandemia por habernos divertido demasiado en Nochebuena.

Cuando despertemos de esta pesadilla, asistiremos al nacimiento de un nuevo paradigma en nuestro modelo de convivencia. Afectará desde luego al orden internacional, pero también a los modelos de la economía, la distribución del empleo y los comportamientos sociales y familiares de las actuales generaciones y las venideras. Contemplaremos también una exaltación de lo colectivo frente al reconocimiento de los derechos individuales, que son la base de toda arquitectura democrática. De modo que el poder político, gobierno y oposición, debería preocuparse más por la configuración de ese futuro no lejano, que dependerá desde luego del crecimiento del PIB, pero sobre todo del fortalecimiento de la moral pública y la búsqueda del bien común por encima de los intereses de los partidos y las conspiraciones de los facciosos. Una sociedad tan diversa, fragmentada y contradictoria como la que nos aguarda necesitará la elaboración de acuerdos que superen los conflictos entre sus miembros. También un consenso mayoritario sobre la manera de instrumentarlos. En eso consiste la unidad de los demócratas. Pero por muchas llamadas a la misma que unos y otros hagan, sus acciones desdicen de semejantes deseos. ¿Cómo ha de conseguir Pedro Sánchez la unidad que reclama cuando ni siquiera es capaz de lograrla en su propio Gobierno? Una emergencia como la que venimos padeciendo habría demandado un pacto nacional con un solo objetivo: dominar la extensión del virus y garantizar el futuro económico y social de los ciudadanos contribuyendo entre todos a la construcción del nuevo paradigma. Sin embargo, parece cada vez más imposible de alcanzar a la medida española. La razón no es otra que la falta de liderazgo, el cortoplacismo del poder y los intereses creados.

Por lo demás el Gobierno debe creer que al fin y al cabo la unidad, con ser muy deseable, no es tan necesaria cuando el control social se garantiza por los métodos ya descritos. La renuncia a la defensa de los valores democráticos, el aprovechamiento de la alarma sobre la salud pública para evitar que el poder responda de sus actos, puede rendir efectos positivos a quienes los perpetran. Pero acabará por destruir la poca confianza que el pueblo tenga en sus gobernantes. Por eso merece la pena construir desde ahora otra narrativa de nuestro futuro diferente a la oficial; hacerlo de una manera honesta, contradictoria y diversa, donde el recuerdo cumpla su función, pero también el olvido. Ambos forman parte inevitable de la Historia. Nuestro porvenir, sea cual sea, y tan distinto como lo imaginemos, resultará fruto de la evocación de nuestro presente. De modo que algunos ya han comenzado a borrar de su memoria que el ministro encargado de salvar vidas, según él mismo diera en definirse, renunció a su deber libremente elegido a cambio de la promesa de un puesto orgánico en la burocracia del ordeno y mando. Sin contrición, sin confesión, sin ética.