GABRIEL ALBIAC, ABC 20/02/13
· La podrida retórica nacionalista no ha sido más que instrumento para garantizar el saqueo.
Sabemos que usted sabe. Mantenga la boca cerrada». La secuencia final de LaConversación de Francis Ford Coppola es uno de los momentos más intensos de la historia del cine. Y, sin duda, la obra maestra de un director cuyo descomunal virtuosismo lleva demasiadas veces a perder de vista su genio. Gene Hackman, portentoso en el papel de un detective Harry Caul marcado por la obsesión perfeccionista y el acoso de la culpa religiosa, despedaza, en busca del micrófono oculto, astilla por astilla, objeto amado por objeto amado, ese apartamento desnudo donde vive en clandestinidad perpetua. Pero sabe, desde el primer momento, que no hallará nada. Ha sido cazado. Por otro más invisible que él y aún más perfecto. Por alguien cuyo nombre ignora. El investigador minucioso, el que descifró la inaudible conversación de dos amantes en medio de una plaza pública, se sabe vencido. Sentado en la última silla destripada, rodeado de cascotes y astillas, toma su saxo y toca. Como siempre que no puede ya hacer nada. Y la película se cierra con plano cenital del hombre indefenso: transparente ante el que mira y que no puede ser mirado.
La película, que un joven Coppola rodó en 1974, me ha golpeado la memoria en estos tan extraños últimos días. Y, con ella, su diabólico juego de trampas que ocultan trampas que están ahí para que, al ser descubiertas, el detective pierda de vista que está ya atrapado y que no saldrá del círculo nunca. No, no es el espionaje político algo nuevo. Ni lo es la violación de esa vida privada que los clásicos de la sociedad moderna juzgaron el verdadero templo de la democracia. La extrema perversidad de este nudo de engaños que ocultan engaños más graves, en torno a la podrida Cataluña pujolista, es la vaga sospecha de que todo está siendo planificado para desembocar en la escenografía de un caos hecatómbico: «nada está libre de sospecha aquí», se nos está diciendo, «corrupción, robo, delito generalizado, han sido los vectores sobre cuya composición armónica se sostenía esto; si ahora los tocáis, nos vamos todos al diablo; todos; mejor tapar las vergüenzas comunes». Y el ciudadano empieza a sospechar que perderá otra vez, que frente a gentes tan impecables en la ausencia de escrúpulo, no hay batalla que no esté perdida. Harry Caul somos nosotros.
Y no es que Cataluña haya sido algo demasiado distinto de su odiado resto de España. Sí su epítome, el compendio quintaesenciado de lo peor que aquí arraigó desde hace tres decenios. La arbitrariedad política genera necesariamente corrupción, la corrupción linda siempre con el delito: el paso de esa raya es, a partir de un cierto grado de impunidad, imperceptible. Delito económico, primero; después, delito de cualquier tipo, siempre y cuando sea preciso para encubrir el económico. Ni siquiera es una cuestión de poder: la podrida retórica nacionalista no ha sido más que instrumento para garantizar el saqueo a cargo de las grandes familias. Que antes aceptarán volar todo el edificio que devolver un céntimo.
Lo turbio, en lo cual hunde sus raíces el negocio de la investigación privada, se funde aquí con las cloacas más letales del poder político y económico. Todos son respetables. Los une la comunidad en lo saqueado. Harry Caul toca el saxo: eso le queda. En medio de las astillas de lo que fue su casa. Ha perdido la guerra. Siempre es así frente a los poderosos. Toca el saxo. Desde una altura infinita, alguien lo está mirando. «Sabemos que usted sabe». ¿Qué? Tras el teléfono, la voz calla. The end.
GABRIEL ALBIAC, ABC 20/02/13