El autor defiende que, en un sistema como el español, es el Gobierno el que debe aclarar los pormenores de la salida de España de Juan Carlos I y explicar las razones que avalaron esa decisión.
Han sido conquistas en las que Don Juan Carlos desempeñó un papel relevante (en algún caso, decisivo); que merecen nuestro reconocimiento y que figurarán en los libros de historia. Y aunque posteriormente han aparecido informaciones sobre su persona que nos entristecen y preocupan, tanto por su contenido como el escaso respeto a la presunción de inocencia, estoy convencido de que no retiraríamos ninguno de los elogios y agradecimientos que en aquellos días le dedicamos los españoles como despedida. El liberalismo político, como filosofía, nos enseña que no debemos confundir en las personas lo bueno y lo justo.
Pero como demócratas –únicos republicanos con los que estamos obligados a dialogar– no sólo tendrán que aceptar las reglas de cambio de nuestro sistema (Título X sobre la Reforma Constitucional), sino también dar razones para tan radical mutación. Son ellos, quienes pretendan cambiar la forma del Estado, los que tienen que darnos razones para que podamos valorar sus propuestas, aceptarlas o rechazarlas. Las razones tienen que ser tan potentes y convincentes (de fondo, de forma y de oportunidad) como para que una amplia mayoría de los españoles aceptemos levantar de cuajo todo el entramado constitucional y hacerlo, además, en plena tormenta sanitaria y económica como la que nos acosa.
Pues bien, las informaciones referidas al patrimonio de Don Juan Carlos afectarán, si se confirman, a su persona, pero no son aquellas razones que pueden avalar el cambio de la forma política del Estado. Somos la Monarquía parlamentaria más joven de Europa y las experiencias y problemas habidos en las Casas Reales de las Monarquías (belga, holandesa, sueca o británica) o las protagonizadas por las Presidencias en las Repúblicas (recordemos a Nixon o pensemos en Trump, por ejemplo) nos enseñan que hay que distinguir claramente la institución respecto de las personas que las gestionan. A los reyes y presidentes de República les juzgamos por su biografía; a la Corona o a la Presidencia de la República las valoramos por su utilidad; en nuestro caso, como símbolo de la unidad y permanencia del Estado.
La salida de Juan Carlos debería entenderse como una iniciativa de la Casa Real con el refrendo del Gobierno
La Corona –tal vez no sea ocioso insistir en ello– no es de una persona, familia o dinastía. Es la Corona que instauramos los españoles el 6 de diciembre de 1978 al ratificar en referéndum el texto constitucional. Recordemos lo que hicimos. Libremente acordamos que la forma política del Estado sería a partir de ahora la Monarquía parlamentaria (art.1.3). Ejerciendo nuestra soberanía, decidimos en segundo lugar (art.57 y ss) que, en esta nueva etapa de España, el primer titular de la Corona fuera S.M. Don Juan Carlos I de Borbón a quien sucedería en el trono su legítimo heredero. Asimismo delimitamos las funciones del Rey, del heredero o heredera y regulamos la minoría de edad, las eventuales inhabilitaciones, la regencia, y tutoría del rey, su juramento, su inviolabilidad y los créditos para el sostenimiento de su familia y Casa.
Así pues, si la forma política del Estado es la de una Monarquía parlamentaria, es porque así lo decidimos los españoles. Y si el desempeño y cuidado de la institución compete a Don Juan Carlos y a sus legítimos herederos, es porque así también lo quiso el pueblo soberano. La Corona, pues, es de España.
En diez artículos condensaron los constituyentes y ratificamos los españoles todo lo que pareció entonces necesario para el funcionamiento de la nueva Jefatura del Estado. Pero conscientes de su posible insuficiencia, los constituyentes previeron (art.57.5) una futura ley orgánica que regulara las abdicaciones y renuncias así como cualquier duda en el orden de sucesión. Nada se ha hecho hasta ahora al respecto y los incidentes acaecidos en la Corona a partir de la abdicación de Don Juan Carlos han puesto de manifiesto la dificultad de resolverlos sin una normativa clara o sin unas convenciones consolidadas. En tanto no se desarrolle el artículo 57.5 de la Constitución, habrá que acudir al significado de la Monarquía parlamentaria para integrar las eventuales lagunas constitucionales.
En este sentido, y mirando hacia atrás, creo que no se debería justificar la salida de España de S.M. Don Juan Carlos diciendo sin más que se trata de una decisión personal. Si fuera un ciudadano más, suya sería la opción de quedarse en España o trasladar su residencia a cualquier país extranjero como reconoce la Constitución a todos. Pero, como han puesto de manifiesto últimamente importantes juristas, no se trata de un ciudadano cualquiera sino del primer Rey de nuestra Monarquía parlamentaria, anterior Jefe de Estado –algo irrenunciable por naturaleza–, miembro de la Casa Real y al que, en su condición de padre del Rey Felipe VI, la Constitución (art. 59 CE) le adscribe eventuales funciones institucionales, derechos sucesorios y garantías procesales.
Tampoco debería considerarse que una decisión como esta, con tan importantes repercusiones sobre la Corona de España, corresponde en exclusiva a S.M. Don Felipe VI. En nuestra Monarquía parlamentaria las funciones del Rey están expresamente tasadas; son actos debidos. El Rey únicamente tiene plena libertad para distribuir en el interior de la Casa Real la cantidad que le asigna globalmente el Parlamento así como para designar los miembros civiles y militares de su Casa. Todos los demás actos del Rey están refrendados por el Gobierno. Por eso, más allá de las iniciales interpretaciones aparecidas en los medios, en buena parte explicables por la novedad de la situación, la salida de S.M Don Juan Carlos al extranjero debería entenderse como una iniciativa de la Casa Real que cuenta con el refrendo del Gobierno de la Nación.
Todos los miembros del Gobierno tienen la obligación de defender la Monarquía parlamentaria
Por lo mismo, carece de justificación, en nuestro sistema constitucional, la pretensión de algunos de hacer comparecer al Rey Felipe VI en el Parlamento para dar explicación de lo ocurrido. Ni tiene encaje constitucional en nuestro modelo una ley para que el Rey rinda cuentas ante el Parlamento. La persona del Rey, como la de cualquier Jefe de Estado, monárquico o republicano, es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. El refrendo de un acto real produce un traslado de la responsabilidad hacia el Gobierno que es quien, por mandato constitucional, responde ante el Parlamento de los actos del Rey. Y esto nos lleva a dos últimas consideraciones.
Una de las acepciones, la más blanda, de la responsabilidad es la obligación de los políticos de dar razón de sus actos. Es, pues, el Gobierno quien en este caso debería dar la explicación oficial de lo ocurrido, aclarar si la salida de España por parte de S.M Don Juan Carlos I supone una ausencia temporal o es un cambio de residencia, así como explicitar las razones que avalaron las decisiones tomadas. Estamos hablando de una Corona enmarcada en una Monarquía parlamentaria. No bastan las declaraciones a los medios ni las informaciones de la prensa. Es también el momento del Parlamento.
Una situación tan nueva, sin normas claras ni precedentes, es siempre difícil de gestionar para cualquier Gobierno. Las dificultades se incrementan cuando quien tiene que gestionarlo es un gobierno de coalición. Pero el Gobierno, sea monocolor o de coalición, responde solidariamente ante el Parlamento. Dado, pues, el carácter solidario de su responsabilidad, todos los miembros del Gobierno, al margen de sus adscripciones ideológicas, tienen la obligación de asumir aquellos actos del Rey que hayan sido refrendados y de defender la Monarquía parlamentaria mientras formen parte del Ejecutivo. Lo juraron cuando tomaron posesión de sus cargos; y las promesas, como recuerda Hanna Arendt, hacen el futuro político calculable y fiable.
No es el momento de desviar la atención de los problemas más acuciantes que nos acosan con un debate, extemporáneo y sin razones de peso, sobre la forma política del Estado. Necesitamos un Gobierno unido y coherente que nos dé a través del parlamento, la información oficial y que nos asegure que este nuevo problema no va a impedir afrontar con eficacia los gravísimos retos sanitarios y económicos. Y precisamos, también, una oposición dispuesta a sentarse, si no lo ha hecho ya, para acordar el desarrollo del artículo 57.2 de la Constitución, la revisión del estatuto de la Casa Real si fuera necesario, y para adoptar todas aquellas medidas que fortalezcan la Monarquía parlamentaria, que sigue siendo la forma política del Estado que libremente nos dimos los españoles.
*** Virgilio Zapatero es catedrático emérito (UAH) y ministro de Relaciones con las Cortes (1986-1993).