Ignacio Camacho-ABC
El Rey ha percibido el conflicto como una crisis de régimen. Su propio 23-F, la prueba de contraste de su liderazgo
DESPUÉS de la proclama indubitada del Rey, que con un coraje tan necesario como contundente ha puesto la Corona sobre la mesa, en la sala de crisis de La Moncloa sólo queda por abrir una carpeta. Está rotulada con el número 155 y tiene desde anoche el aval implícito de la Jefatura del Estado, que ha salido a escena para reclamar la recuperación del orden constitucional desde la legítima autoridad de su liderazgo. El discurso real ha zanjado el debate sobre las estrategias a seguir cambiando el conflicto de marco: mientras las instituciones catalanas no vuelvan a la legalidad no ha lugar a ningún planteamiento de diálogo.
Felipe VI ha percibido que el desafío catalán ya no es sólo una crisis política sino de régimen, y que la nación se enfrenta a un proceso de carácter revolucionario. Ha leído el problema como su particular 23-F y ha salido, con la memoria de su padre bien presente, a atajarlo. Se ha dado cuenta de que ya no es hora de titubeos y de que la continuidad del sistema político que fundó Don Juan Carlos exige decisiones tajantes sin margen para el fracaso.
Convertido de repente en el actor político más audaz del momento, el monarca ha irrumpido en escena con evidente riesgo. El inmediato rechazo de la izquierda radical lo señala sin tapujos como cómplice del Gobierno. La alocución se produce en un momento en que el Gabinete de Rajoy parece aturdido tras el fiasco del domingo, y cuando el PSOE ha empezado ofrecer dudas sobre su respaldo al bloque del constitucionalismo. El Rey describió la conducta de las autoridades catalanas en términos de reproche durísimo, plenamente consciente de que han puesto al país al borde del precipicio. Y también de que en los últimos días ha crecido en España una ola de indignación patriótica que necesita encontrar un cauce de respuesta para no hundir a la ciudadanía en la humillación colectiva y en el pesimismo.
La intervención real llama a la acción política, el punto débil de un Gobierno y de un presidente que dan franca sensación de hallarse sobrepasados. Quizá en este momento Rajoy diese cualquier cosa por encontrar una micra de cordura al otro lado. Pero los soberanistas han entrado en la espiral de su propio delirio, envuelta en un halo incendiario. Las medidas de excepción se han vuelto inevitables, aunque falta consenso bajo la aparente unidad de los partidos de Estado. Lo de anoche fue casi una orden perentoria para restaurar la legalidad vulnerada y devolver a Cataluña al marco estatutario. El problema es que nadie sabe cómo se gestiona la suspensión del autogobierno catalán porque nada hay escrito ni planificado; el artículo 155 es prácticamente una hoja en blanco. Sin embargo, es tiempo de determinación y de responsabilidad; ya no caben pasos en falso. El presidente tiene que mover ficha porque el mismo Rey de España se ha jugado en el envite el cargo.