José Alejandro Vara-Vozpópuli

  • Los cimientos de nuestra convivencia están al borde del colapso. La monarquía parlamentaria se tambalea. Otro caballo de Pavía, morado y bravucón, ha irrumpido en las Cortes

Tenemos a un Rey sometido al caprichoso dictado de un presidente del Gobierno empeñado en mutar en jefe del Estado. Digamos un ascenso no reglamentario. Tenemos una crisis sanitaria en crecimiento acelerado. Tenemos un sistema económico a dos pasos de la quiebra. Tenemos otro caballo de Pavía irrumpiendo desbocado en las Cortes, una galopada morada y bolivariana, para amanillar a los jueces y someter a la Justicia. Tenemos, en fin, una realidad nacional (territorial, dicen los bobos) muy próxima a la fragmentación o al estallido. Este panorama dibuja, por tanto, un escenario nada tranquilizador. Más bien, espeluznante. Hasta el punto de que algunos empiezan a hablar ya de ‘Estado fallido’. Como si España fuera una tribu africana o un islote indostánico.

Fue aquí Rubén Arranz, allá por agosto, de los primeros en utilizar tal término, más como advertencia que como sentencia. Ahora lo leemos en un rotativo económico suizo, en alarmista pieza firmada por Friedrich Sell. Esos enunciados rotundos y algo hiperbólicos tienen enorme éxito entre la displicente ignorancia europea. Este tono de conmiseración o desprecio hacia nuestra realidad es compartido por buena parte de los rotativos vecinos. Sus titulares hablan de ‘Caótica España’, ‘Un país que apenas puede ayudarse a sí mismo’, ‘El veneno de la pandemia infecta a la economía española’, ‘España se precipita hacia agujero negro’. Y así. Un rataplán de sálvese quien pueda en el puente del Titanic. Un inclemente bombardeo a nuestro devastado prestigio reputacional. Un unánime adiós a ritmo de sepulturero.

A los analistas se les ha puesto cara de cenizos, se van de excursión al 98 y no paran de darse golpes de pecho y citar a Unamuno, a Baroja y hasta a Azorín, con ‘esa prosa seca, de pan rayado’, ahora tan estimada

La negra espesura de la pandemia todo lo oscurece. Incluso los espíritus más optimistas aparecen ahora sumidos en un profundo pesar, casi angustia, incapaces de acertar con alguna razón para vislumbrar un ápice de luz al final del túnel. A los analistas se les ha puesto cara de cenizos, se instalan en el 98 y citan obsesivamente a Unamuno, a Baroja y hasta a Azorín, con ‘esa prosa de pan rayado’, que decía el otro.

Es algo injusto porque aquel cambio de siglo dista mucho de las convulsiones de ahora. La pérdida del último vestigio colonial, Cuba y Filipinas, fue episodio tan triste y crepuscular como inevitable. Poco antes habían asesinado a Cánovas, sí, pero la agitación tranquila de la Restauración se mantuvo en pie, la Constitución aguantó cincuenta años, con algún cimbronazo pero sin sangre, hasta el golpe de Primo de Rivera, y aún después. Visto desde nuestra tenebrosa actualidad, no había para tanto desconsuelo ni tanta amargura. 

La Corona, maltrecha y desportillada, sobrevive algo cojitranca a los embates de la banda del moño, una cuadrilla de desalmados que galopan a lomos del rencor en una cabalgada infernal

Lo de ahora pinta algo peor, porque no tenemos una generación del 98 y marchamos de cabeza al 34. Una distopía en marcha. Un Gobierno socialcomunista decidido a dinamitar cuatro décadas de progreso, a derribar un régimen democrático y a resucitar una república populista e incierta, revanchista y ciega. Aún no estamos en eso, aún no hemos entrado en el territorio del Estado fallido. Pero suena a profecía autocumplida. Resisten, por ahora, algunos templetes del edificio constitucional. La Corona, maltrecha y desportillada, sobrevive algo cojitranca a los embates de la banda trapera del moño, incrustada en el Gobierno con cinco carteras a su cargo. Nunca antes se vio tal cosa. Medio Gobierno apalizando, cada día, al jefe del Estado.

El Poder Judicial sufre una bestial embestida desde La Moncloa. ¿La Fiscalía de quien depende? Pues eso. El Ejecutivo va a desterrar a la oposición del procedimiento para designar a los jueces. Un golpe al Estado parlamentario se ha puesto en marcha para someter al Poder Judicial. La separación de poderes vuela por los aires y con ella, el Estado de derecho. Una operación casi venezolana con música peronista de telón de fondo. Una asonada contra la estructura institucional, un disparo en la cabeza de la concordia nacional. Meritxel Batet, con insolente desparpajo, impone su arbitrario imperio en el Legislativo, censura palabras, manipula el libro de Sesiones, amordaza a diputados mientras le hacen los coros las ratas de Frankenstein. Los cimientos de nuestra monarquía parlamentaria están a punto de derrumbarse, a dos segundos del colapso. Todo parece venirse abajo.

Oficio de difuntos

Y así anda todo. Dijo Ganivet, el adelantado del noventayochismo, que «España es una nación absurda y metafísicamente imposible». Se equivocó. La Transición no entraba en sus previsiones. Tampoco en las del sanchismo, que está empeñado en dar la razón a Luis Alberto de Cuenca: «España es un país pobre que ha perdido su alma/ sin ganar nada a cambio, un lugar sin futuro/ un puñado de tierra desunido y estéril». Quizás aún se pueda abandonar el lado tenebroso del camino, quizás Ursula y Merkel, las doñas de la UE, nos ayuden a sortear el estropicio. ¿Adónde mirar, sino a Europa, para evitar el fallido? Visto el sonámbulo deambular de los asistentes a la Fiesta Nacional -un oficio de difuntos, o de canallas- en el Patio de Armas del Palacio Real, quizás haya que alistarse a la cofradía de los cenizos en su variante Unamuno. «Sólo de la desesperación nace la esperanza heroica, la esperanza loca». Pero esperanza al fin.