ABC 09/03/17
IGNACIO CAMACHO
· Poco tendría que temer el PP si Cs fuese a investigar sus cuentas con la indulgencia que ha mostrado en Andalucía
EL PP tiene un problema que se llama corrupción y no halla el modo de sacárselo de encima. Los años de poder en Madrid y Valencia siguen supurando episodios judiciales que van y vienen como una cíclica tormenta de sospecha. El chaparrón es demasiado intenso y demasiado largo para achacarlo sólo a la ruidosa amplificación de las teles de izquierda, que en todo caso concedió a su albedrío el Gobierno pasándose por el arco de la Moncloa los dictámenes de la Comisión de la Competencia. Entre barcenatos, gúrteles y púnicas llueven cada semana indicios de que la financiación del partido no era exactamente un modelo de limpieza. La presunción de inocencia rige en el ámbito penal; en el político hay demasiados barruntos de negligencia. Este asunto es el gran punto débil del marianismo, el que ensucia sus logros de estabilidad y desgasta sus apoyos entre la clase media.
Otra cuestión es que el coste electoral de los escándalos esté saldado. Puede que ya no resten a Rajoy muchos más votos –tres millones es una factura importante– pero impiden la suma de otros nuevos. La aparición de Ciudadanos ha plafonado su crecimiento. De ahí que ambos partidos, social e ideológicamente tan próximos, hayan establecido en la regeneración su trinchera de desacuerdo. Ni los populares están dispuestos a dejarse abrir en canal o a mostrar remordimiento ni los naranjas a renunciar al perfil intocable y virginal de una cierta derecha de refresco. Ninguno repara en que el bloque electoral conjunto crece tan poco que presenta síntomas de estancamiento. Y que en un horizonte sin mayorías absolutas están condenados al consenso.
Poco tendría que temer el PP si Cs se fuese a comportar en la investigación de sus cuentas con la indulgencia que ha mostrado en Andalucía para preservar al susanato. El presidente de la comisión parlamentaria sobre el fraude de los fondos de formación redactó un dictamen exculpatorio a la medida del régimen que el partido de Rivera sostiene con un pacto. Pero a escala nacional parece que el líder centrista quiere enseñar los dientes; consciente de que está perdiendo relevancia, trata de hacerse sitio presionando la comprometida retaguardia de su teórico aliado.
De esa voluntad nace también el órdago de Murcia, donde ambas fuerzas se están tirando un pulso táctico. Por alguna razón, quizá relacionada con la falta de habilidad propagandística marianista, a Rivera no le pasa factura el respaldo a los socialistas andaluces y tal vez piense que también saldrá indemne si apoya a los murcianos. Los populares han hecho casus belli del presidente regional imputado; desde el caso dramático de Rita Barberá decidieron que no volverían a entregar una cabeza sin pronunciamiento judicial claro. Como ninguno tiene pinta de ceder es posible que sean las urnas las que decidan hasta qué punto la corrupción es un argumento políticamente amortizado.