Morir en Afganistán ya no es para nuestros militares un riesgo eventual de una misión auxiliar sino una costumbre macabra que no se puede disimular con circunloquios dialécticos y rostros contritos en el telediario. La presencia de España en esa guerra necesita un soporte moral e intelectual más sólido que las divagaciones —a menudo falaces— del impreciso discurso gubernamental.
SI fuese por el discurso oficial del Gobierno, los españoles no entenderíamos por qué nuestros compatriotas mueren en Afganistán. El zapaterismo no ha sido capaz todavía de articular una explicación coherente y sincera de la presencia militar en un conflicto armado que el Gobierno empezó negando torpemente para continuar cubriéndolo de eufemismos y paños calientes con tal de no aceptar la evidencia sangrienta que el sacrificio de nuestros soldados está imponiendo en la conciencia de la opinión pública. Y sigue aferrado a tópicos voluntaristas —la misión de paz y otros lugares comunes de su repertorio de ambigüedades— y a artificios retóricos para evitar su obligación de ofrecer al país un argumento claro que justifique el amplio coste de vidas de esa guerra remota que parece incomodar la retórica pacifista del presidente y sus acólitos. Zapatero tiene pendiente desde hace medio año una comparecencia parlamentaria en la que afronte de una vez y sin tapujos la responsabilidad de solventar una contradicción flagrante de su mandato. Parapetado en la anuencia del PP —de eso no se puede quejar en este caso— elude de manera permanente la necesidad de dar la cara ante la nación para explicarle por qué es menester afrontar este reiterado tributo de sangre.
Noventa y dos soldados muertos —casi cinco veces más que en Irak— merecen ese esfuerzo político. Morir en Afganistán ya no es para nuestros militares un riesgo eventual de una misión auxiliar sino una costumbre macabra que no se puede disimular con circunloquios dialécticos y rostros contritos en el telediario. La presencia de España en esa guerra necesita un soporte moral e intelectual más sólido que las divagaciones —a menudo falaces— del impreciso discurso gubernamental. Obama, tan admirado por el presidente, lo ha buscado para su país en la teoría de la guerra justa que estructuró su discurso del Nobel de Oslo. Hay más razones: la lucha contra el terrorismo islámico, el compromiso internacional con los aliados del mundo libre, la cobertura de la ONU, la solidaridad con la causa democrática en Oriente Medio. Pero hay que explicarlas. En eso consiste el liderazgo.
La sensación es que el Gobierno se siente incómodo, embarazado en ese conflicto que desnuda con su crudeza las incongruencias de su simple argumentario pacifista. Lo manifiesta en sus elocuentes silencios y ausencias —¿dónde estaba ayer la ministra Chacón, tan propensa a las fotos sonrientes y al estilismo de campaña?—, en sus evasivas sinuosas, en las versiones edulcoradas de episodios dramáticos. Pero las muertes van a continuar y ese goteo siniestro requiere la valentía de un debate sin fingimientos, sin melindres, sin falsos complejos. Zapatero tiene, además del respaldo del PP, razones suficientes para ganarlo. Sólo le falta voluntad para afrontarlo y coraje para abandonar su endeble fetichismo ideológico.
Ignacio Camacho, ABC, 26/8/2010