IGNACIO CAMACHO – ABC – 16/07/16
· Nos atacan porque nos saben frágiles, divididos, acomodados, pusilánimes. Carne de cañón. Perdedores. Víctimas.
Acostúmbrate. Eso dice el primer ministro francés, que tenemos que habituarnos, aunque quizá él debería ser el último en resignarse. Pero sí, esto se va a convertir en una costumbre, en una desdichada, macabra, sombría, maldita costumbre: la costumbre de morir. La rutina impotente de los atentados, el dolor cotidiano de las masacres.
A fuerza de repetir los protocolos funerales y la expresión de nuestra congoja emotiva acabaremos banalizando el sufrimiento, transformándolo en mera gestualidad. Ya sabes, las florecitas, las velas, los cánticos, las frases solemnes. Toda esa simbología posmoderna que nos sirve para sentirnos bien con nosotros mismos: empáticos, solidarios, sensibles. Comprometidos no, porque comprometerse es otra cosa.
Si quisiéramos comprometernos usaríamos de otro modo el poder de la opinión pública. En vez de refinar los lamentos –qué útiles resultan para eso las redes sociales– y enviar al mundo el testimonio de nuestra sentimentaloide conmoción, pediríamos a gritos una rebelión de firmeza. Y en vez del shock del espanto surgiría un clamor unánime contra el conformismo, una presión universal para hacer frente a la amenaza. Una resuelta determinación de lucha, no una timorata compasión plañidera.
Pero eso es más difícil, porque implica un cambio de mentalidad. Eso exige sacudirse el calambre moral del pensamiento débil y la ética indolora para aceptar la necesidad agónica de una resistencia activa, beligerante, tan hostil como la agresión que soportamos. Supone renunciar al buenismo de los conceptos blandos, al pacifismo abstracto de la otra mejilla, al complejo remordido de culpa. Requiere voluntad de supervivencia, espíritu de defensa, coraje democrático, sentido del deber y una dosis imprescindible de darwinismo social. Necesita una convicción responsable y decidida en los valores propios, una certeza clara sobre la dimensión superior de la libertad.
Y no la tenemos. Por eso nos atacan, porque nos saben frágiles, divididos, pusilánimes. Acomodados en una burbuja de falsas seguridades, tan fácil de quebrar con cualquier acto de barbarie. Nos saben incapaces de usar la fuerza hasta para defender nuestras vidas, ellos que tan poco valoran las suyas. Huelen nuestro miedo y conocen nuestras dudas, nuestra mala conciencia, nuestros escrúpulos. Nos sienten inferiores, endebles, asustadizos. Carne de cañón. Perdedores. Víctimas.
Así que es cierto: tendremos que acostumbrarnos. En realidad ya lo hicimos. Nos acostumbramos a Bagdad y a Damasco. Luego a Madrid y a Londres. Ahora a París a Bruselas, a Niza. Quizá mañana a Barcelona, a Roma o a Fráncfort. Y llegará un día en que ni siquiera tendrán sentido las banderas o los lacitos negros como la negra rutina de la muerte. Lo decía aquella soleá que recogió Manuel Machado: es acostumbrarse; cariño le coge el preso a las rejas de la cárcel».
IGNACIO CAMACHO – ABC – 16/07/16