JOSU DE MIGUEL BÁRCENA-EL CORREO
- La emergencia climática y la bélica acreditan que vivimos en una sociedad del riesgo, en la que la idea de precaución sustituye a la confianza y el progreso de la modernidad
Vivimos en sociedades democráticas. Eso significa que nos preocupa básicamente la igualdad: desde la disparidad de rentas hasta las discriminaciones que se producen en la en ocasiones insoportable feria de las identidades. Thomas Piketty, el Marx del siglo XXI, se ha convertido en el intelectual más influyente del mundo con sus monumentales estudios sobre las consecuencias perniciosas que el capitalismo financiero y patrimonial tiene en los mecanismos de nivelación del viejo Estado del bienestar.
Pero ¿qué ocurre con la libertad? Tras la pandemia ha podido observarse que el otro gran principio sobre el que se levantan las sociedades democráticas ha entrado en crisis. Los confinamientos, la suspensión de la libertad de empresa y las limitaciones generalizadas a la movilidad no parecen haber inquietado en exceso a la ciudadanía o a la clase intelectual. La huida de la realidad y la economía del simulacro que ofrecen las nuevas tecnologías han funcionado como válvulas de escape. Quizá, en el fondo, hace mucho tiempo que el ser humano ha renunciado a dominar su mundo más inmediato, concediendo al Estado y a la técnica la capacidad de conformar su vida.
Más allá de la pandemia, se cierne sobre nosotros la era del antropoceno, tiempo geológico producido por el ser humano que tendrá como inevitable consecuencia un cambio climático que ya condiciona la actividad humana desde distintos puntos de vista. La lucha contra ese cambio climático nos obliga como especie a reconsiderar la relación entre la sociedad y la naturaleza. Nótese que la teoría y la praxis de las constituciones se centraban desde hace casi tres siglos en la creación de espacios de libertad con respecto al poder. Nuestra tarea ahora será repensar esa libertad, que hemos venido entendiendo en sentido predominantemente negativo y cuyo uso parece estar produciendo un preocupante escenario de escasez.
La Unión Europea y los gobiernos de los Estados miembros anuncian problemas otoñales para mantener el suministro de energía como consecuencia de la guerra en Ucrania. Ya no se trata solo del encarecimiento de materias primas debido a la inflación, sino de un contexto en el que el poder público puede verse en la necesidad de planificar, mediante la redistribución y la limitación de recursos, ámbitos de la actividad humana que antes estaban sujetos a la plena libertad. Las dos crisis -climática y bélica- convergen para ratificar algo que ya intuíamos: que hemos ingresado, sin solución de continuidad, en una sociedad del riesgo en la que conceptos como límite y precaución sustituyen a la confianza y el progreso de la modernidad.
En términos de libertad política, las consecuencias de este nuevo y grave paisaje que nos interpela son bien conocidas. En la democracia representativa, sujeta a la alternancia partidista, predomina el presentismo. Es decir, no se contemplan programas serios en los que se prometa austeridad material como consecuencia de la necesidad de hacerse cargo de los intereses de las generaciones futuras. La solución pasaría por ampliar los bienes constitucionales que quedarían al margen de la disputa pluralista; es decir, diseñar jurídicamente una sociedad menguante en la que recursos globales como el agua, la energía y el medio ambiente fueran objeto de una especial conservación. El problema de este diseño es que todo lo que entra en la Constitución sale de la política. La ‘neutralidad carbónica’ es un principio que restringe la capacidad de los órganos constitucionales para tratar de ordenar la realidad y cuanto más se reduce el ámbito del pluralismo, más oportunidades se ofrecen para que sea la propia norma fundamental la que entre en la contienda ideológica.
Las cosas no mejoran desde el plano de las libertades individuales. Acaso hay que recordar que dichas libertades son modernas en el sentido advertido por Benjamin Constant en su famosa conferencia del Ateneo de París: el goce privado, el consumo y el disfrute de las ventajas del comercio han transformado profundamente nuestra concepción de la libertad. La libertad con mayúsculas queda para esos fragmentos de soberanía personal y colectiva que las constituciones llaman derechos fundamentales. Piénsese en qué sucederá cuando esa vida de bajo vuelo que tanto nos gusta -uso del coche particular, viajes, ropa, alimentación y otros placeres del sistema capitalista- se vea corregida bien por carencias materiales del planeta, bien por la decisión de reducir el impacto ambiental de nuestras costumbres.
Naturalmente, no es lo mismo que nos corten la calefacción o nos reduzcan el tiempo de ducha porque Putin ha cerrado el abastecimiento de gas que plantear preventivamente medidas normativas que reduzcan el impacto de la huella ecológica que producimos (hasta un 75% del calentamiento global). En ambos casos se afecta a la igualdad -¿quién puede permitirse la tecnología de una vida sostenible?-, pero se pone en cuestión la forma de vida levantada sobre una libertad de hacer que ve negada una de sus premisas fundamentales: la infinitud de los recursos. La esperanza de que las nuevas religiones políticas o la moralización activista puedan resolver la crisis de legitimidad me parece vana, siendo importante pensar y consensuar la libertad que nos podemos permitir.
Recordemos, con la filosofía materialista, que no hay libertad que no esté sometida a la necesidad. Por ello, también me parece errado el enfoque que pretende situar el medio ambiente o la energía en el supermercado de los derechos: la solución a la lógica catastrofista del antropoceno pasa, sin duda, por un nuevo maridaje entre Estado y mercado redimensionado a través de un constitucionalismo más realista. Ese realismo implica reconocer que no hay libertad sin responsabilidad y que los ciudadanos no solo cuentan con una nómina inacabable de derechos, sino con no pocas obligaciones que ahora se tienen que dirigir hacia la sensibilidad ambiental que se consolida.