Ignacio Varela-El Confidencial
- ¿Qué ha sucedido para que en dos meses el globo se haya pinchado de esa manera, el Partido Popular se haya dejado 800.000 votos por el camino y mire con aprensión por el retrovisor el avance de Vox a galope tendido?
En Bruselas, comienzan a mirar torcido a la mismísima Nadia Calviño. Los nacionalistas de todo jaez compiten entre sí por ver quién le saca más la hijuela a Sánchez. Un expresidente español convertido al nacionalpopulismo proclama a quien quiera oírle que este es el momento de aliarse con China y Rusia para acabar de una vez con el imperialismo yanqui. Suenan tambores de conflicto social inminente en todas las esquinas de la sociedad. Y ómicron está fuera de control: en estos días, hay pocas actividades tan peligrosas como acudir a un centro de salud. Mientras tanto, todas las reformas estructurales del país siguen bloqueadas y sin esperanza alguna de que se desatasquen en lo que resta de legislatura.
Ante un panorama semejante, cualquier observador con conocimientos rudimentarios de sociología electoral daría por hecho que el partido de la oposición debería estar superando claramente el 30% de intención de voto a nivel nacional, con una ventaja sustancial sobre el partido en el poder. Cualquier otra cosa debe ser considerada un fracaso político. Sobre todo, cuando se dispone de una colección de gobernantes territoriales que se preparan, siguiendo la estala de Ayuso, para encadenar una sucesión de victorias resonantes en las urnas, pintando el mapa de azul.
Bastaría subirse a ese carro para llegar a la Moncloa en volandas. Sobre todo, bastaría con presentar al país algo que se parezca a un proyecto reconocible de política nacional para salir de la ciénaga y reactivar el reformismo. Pero no hay ni señales de tal cosa.
Pablo Casado tuvo desde el principio una relación de confianza precaria con sus bases electorales. Ciertamente, las series del CIS muestran que, tras su pírrica victoria en el congreso del PP, los votantes de ese partido se alinearon tras él con su rocosidad tradicional. Desde la llegada del sanchismo al poder y durante todo el año 2019, Casado recibió puntuaciones elevadas de su cuerpo electoral (por encima del 6,5 sobre 10) y tasas de confianza en su liderazgo superiores al 60%. Eso se mantuvo incluso tras el cataclismo de abril de 2019, que se cargó —con toda la razón— en la cuenta de Rajoy.
La cosa se torció con la llegada de la pandemia, el estado de alarma y el confinamiento. La sociedad no comprendió los vaivenes oportunistas del PP en el Parlamento con las prórrogas del estado de alarma mientras la gente se moría por decenas de miles. A partir de abril de 2020, las puntuaciones a Casado por parte de los votantes del PP se desplomaron, y la tasa de confianza en él llegó a duras penas al 30% de sus propios votantes.
Tras el colapso del PP con el sorpaso de Vox en Cataluña, ya se preparaba el entierro político de Pablo Casado. Pero llegaron la pifia gigantesca de Ciudadanos y el PSOE en Murcia y la reacción ágil de Ayuso en Madrid; y el funeral se convirtió en resurrección. Sin haber hecho nada especial para merecerlo, repentinamente resultó demoscópicamente verosímil la perspectiva de una alternativa de poder liderada por Casado. Se llamó “cambio de ciclo”.
Esa era la situación que dibujaba a finales de octubre el Observatorio Electoral de El Confidencial —aunque con más contención que otras estimaciones—: un Partido Popular en alza, reproduciendo ya el resultado de Sánchez dos años atrás (28% y 120 escaños) y con más de 12 puntos de ventaja sobre Vox tras haber deglutido a Ciudadanos.
¿Qué ha sucedido para que en dos meses el globo se haya pinchado de esa manera, el Partido Popular se haya dejado 800.000 votos por el camino y mire con aprensión por el retrovisor el avance de Vox a galope tendido? Obviamente, no es por los aciertos del Gobierno ni por los de Abascal. Lo que muestran las encuestas es una desconfianza extendida y profunda en el electorado conservador sobre la capacidad efectiva de Pablo Casado para galvanizar a una mayoría social que garantice la derrota del sanchismo. Una desconfianza que, por los síntomas a la vista, se propaga también dentro del propio partido.
Los de Unidas Podemos dan un 7,6 a Yolanda Díaz. Los de Vox, un 6,7 a Santiago Abascal. Pero Casado solo alcanza un modesto 5,4 entre los votantes del PP (aprobado raspadísmo, porque no existe el 0; se puntúa de 1 a 10, así que la media sería 5,5). El 30% de su electorado lo suspende con notas inferiores al 5 (el 30% son un millón y medio de personas).
El 37% de quienes votaron PP en las generales de 2019 declaran que Pablo Casado les inspira confianza, mientras el 61% expresan desconfianza hacia él. Y solo el 48% de los votantes de su partido lo señala, frente a los líderes de los demás partidos, como su preferido para ser presidente del Gobierno. Por supuesto, esas cifras son mucho peores en el conjunto de la población.
Esto sucede al mismo tiempo que Feijóo arrasó en Galicia, Ayuso en Madrid y pronto lo harán Mañueco en Castilla y León y Moreno Bonilla en Andalucía. Es obvio que no se trata de una crisis de partido, sino de liderazgo.
Es difícil establecer un liderazgo social sólido cuando en los dos últimos meses el 90% de las noticias protagonizadas por Casado se han referido a cómo parar los pies a Ayuso o prohibir cenas navideñas para evitar que los militantes aclamen al nuevo icono. Es difícil tensionar hacia la victoria cuando todos tus movimientos parecen enfocados a blindarte para el escenario de la derrota. No es buena idea contraponer la legitimidad orgánica a la legitimidad social cuando se padece un déficit de esta. Y no está mal soltar un ‘coño’ de vez en cuando, siempre y cuando el exabrupto vaya acompañado de algo sustantivo.
El problema no es decir coño en el Parlamento, sino decir atropelladamente coño, coño, coño, y que parezca que ese es tu programa para España. Porque en ese terreno, Vox es imbatible.