Ignacio Camacho-ABC
- La corrupción ha abierto la catarsis política que no provocó la amnistía. Y tal vez sea el principio de la caída
Esto va a acabar mal. «Esto» es el sanchismo, que no es (todavía) un régimen, ni siquiera un estilo, sino un modo de gobernar incompatible con el juego limpio. Cuando se somete a las instituciones a la presión arbitraria del Ejecutivo, se saltan los mecanismos de control, se legisla a medida de delincuentes o en propio beneficio, se bordean los márgenes de la ley –a menudo por fuera– para otorgar favores y satisfacer caprichos, se coloca en el sector público a familiares, amantes o amigos, se normaliza la mentira y se trata a los adversarios como enemigos; cuando, en definitiva, se usan los resortes del Estado al servicio de una aventura personal basada en la trampa y el ventajismo, lo normal es que esa deriva conduzca a un final poco digno.
Quizá no sea mañana, ni pasado, pero existen ya muchos indicios de que ha arrancado la cuenta atrás del desenlace. Habrá peligrosas sacudidas y maniobras desesperadas para aplazarlo y es probable que se retrase bastante con la colaboración de unos socios acostumbrados a sacar rédito de una mayoría inestable que sólo se sostiene en la lógica perversa del chantaje. No obstante, hoy por hoy parece difícil revertir la dinámica de desgaste. Una cosa es que Sánchez y su núcleo duro estén dispuestos a resistir a todo trance y otra distinta que los ciudadanos, incluso los partidarios más contumaces, no se percaten de que la única actividad del Gobierno consiste ya en escapar del cerco de los tribunales.
El tiempo que quede no será grato. Dada la costumbre de la derecha de fallar penaltis, ni siquiera es posible descartar otro gatillazo. Incluso aunque el vuelco se produzca y llegue la alternancia aplazada por el fiasco de hace dos veranos, esta legislatura infame va a dejar un legado de estragos en la estructura del sistema democrático. Y la voladura deliberada de la centralidad, clave estratégica del actual mandato, garantiza que más allá de un eventual relevo en el poder continúe intacto el encarnizado choque de bandos, más feroz acaso si el concurso de la derecha radical se hace necesario para consumar el cambio. La polarización no admite espacios inmunes al fuego cruzado.
Resulta tristemente paradójico que el factor más determinante del deterioro sanchista, el de influencia más destructiva, haya sido el estallido de escándalos de venalidad y no la degradación de los paradigmas normativos de la política. Anomalías institucionales flagrantes, desviación de autoridad, venta de privilegios territoriales, destrucción de la convivencia e incluso la simonía de intercambiar la investidura por la impunidad de una sedición han quedado obviadas o digeridas bajo el señuelo del avance progresista. Pero la corrupción ha atravesado la epidermis de la opinión pública y abierto la catarsis que no provocó la amnistía. Si ése fuera el principio de la caída estaríamos ante un acto de justicia poética retroactiva.