FERNANDO VALLESPÍN-El PAÏS
- Esta legislatura se nos viene encima una asfixiante discusión cotidiana de naturaleza casi metafísica sobre el ser de España, las Españas o el Estado español
Mi opinión es que Sánchez acabará cerrando un Gobierno con los suficientes apoyos parlamentarios, aunque estos estarán lejos de asegurarle la estabilidad. Donde quiero incidir, sin embargo, es en lo que me parece que es el rasgo más relevante de la nueva situación: la fusión en un único eje de lo que hasta ahora venían siendo los dos ejes fundamentales del conflicto político en España: por un lado, el eje izquierda/derecha, por otro el nacional. Ahora, aunque venga ya de la anterior legislatura, el nacional se ha superpuesto ya definitivamente al bibloquismo izquierda/derecha. El bloque de la izquierda es también el de quienes estarán dispuestos a forzar al máximo el marco constitucional en esta materia, y el de la derecha a dejarlo todo como está. No por convicción, necesariamente, sino por la necesidad de los grandes partidos por atender a sus extremos. Uno, el PSOE, para poder gobernar; otro, el PP, para no dar armas a Vox.
Se dirá que siempre hubo una diferencia en lo relativo a la cuestión territorial: el PSOE más propicio a la federalización y a atender a la diversidad del país; el PP más atento a una visión unitarista del Estado autonómico. Pero ambos estaban unidos en lo relativo a la defensa del orden constitucional, por mucho que ambos fueran haciendo concesiones a los partidos nacionalistas para velar por sus propias necesidades de gobernabilidad. A la hora de la verdad, cuando durante la crisis catalana se recurrió a la aprobación del artículo 155, estuvieron unidos. No digo que en futuro no puedan volver a estarlo, pero sí que los incentivos de cada uno de ellos les impulsarán a partir de ahora a marcar sus diferencias sobre esta cuestión. Lo que se nos viene encima en esta legislatura va a ser una asfixiante discusión cotidiana de naturaleza casi metafísica sobre el ser de España, las Españas o el Estado español, como quieran llamarlo. Con una agravante: que no hay posibilidad de resolverlo por medios democráticos; el país se escindirá de nuevo en dos mitades sin posibilidad de alcanzar un consenso mínimo sobre una eventual reforma constitucional, la condición de posibilidad para resolver lo que es un problema enquistado sin vías de otra solución.
Que pierdan toda esperanza quienes piensen que en esta nueva legislatura vamos a abordar los problemas relativos al cambio climático, la política social, la competitividad y ese largo etcétera de cuestiones de solución imprescindible. Algo se irá haciendo, pero en el centro del debate estará la cuestión territorial. De ello se encargarán también, como es lógico, las otras comunidades autónomas en manos del PP y las propias discusiones en un Senado con mayoría popular.
En un sistema democrático se supone que quien gana las elecciones debe gobernar para todos; aquí ya estamos acostumbrados a que cada partido lo haga para los suyos. En lo relativo a las políticas no es tan grave, pero no así en lo que hace a la propia identidad del Estado. Un mínimo sentido común político, no los cálculos del poder, obligaría a los dos grandes partidos a consensuar algunas reglas mínimas para avanzar en un nuevo orden territorial, o, al menos, para poner en marcha una reforma del Estatut que pudiera someterse a la votación del pueblo catalán; sin que este se pronuncie todo seguirá abierto. La opción del referéndum es que, además de inconstitucional, acaba siendo, como hemos visto en Quebec o Escocia, lo que los ingleses llaman un never-endum, una situación provisional revisable hasta que quienes lo proponen consigan el resultado esperado. Es curioso, llevamos 500 años conviviendo y todavía no sabemos lo que queremos ser de mayores. Una mitad quiere esto; la otra, lo otro. Eso sí que es un never-endum.