Iñaki Ezkerra-El Correo

  • ¿Qué se logra relacionando a todos los hombres con los violadores auténticos?

Me lo cuenta una amiga que trabaja de psiquiatra en los servicios sociales: «El otro día atendí a una mujer que lleva veinte años casada y con la que su marido se puso una noche insistente con que quería hacer el amor aunque a ella no le apetecía». «¿Debo denunciarle?», se preguntaba imbuida de la campaña que ha acompañado a la ley del ‘solo el sí es sí’. «¿De verdad se ganaba algo con una denuncia?», se preguntaba mi amiga. ¿No hay diferencia entre un violador y un pesado?, me pregunto yo al escucharla.

Y es que a mí ese caso me recuerda lo que todos sabemos que sucedió en la Alemania de los años 30. Matrimonios que habían convivido en paz durante décadas, de repente comenzaron a mirarse mutuamente con recelo, buscando cada uno de ellos en el otro al judío, al gitano, al comunista que llevaba dentro. Y me recordó también a la Unión Soviética de la misma época, en la que Stalin premiaba a los niños y adolescentes que denunciaban a sus progenitores por revisionistas, contrarrevolucionarios o pequeñoburgueses. En ese contexto resulta ilustrativo el caso de Pavlik Morózov, un niño que a los trece años denunció a su padre por alta traición y fue asesinado por su propia familia. La propaganda soviética lo glorificó como un mártir y se hicieron en su honor canciones, poemas, óperas, obras teatrales, biografías y hasta una composición sinfónica para que cundiera su ejemplo entre las nuevas generaciones. En fin, un horror.

El problema, la perversión, el mal en una sociedad de la delación no reside en si quien denuncia es de derechas o de izquierdas, sino simplemente en que denuncia y en que lo hace por una cuestión que puede dirimirse en el territorio de la privacidad. El mal está en que su ideología, la que sea, le lleva a eso, a delatar. Da igual que se denuncie al otro en nombre de la raza aria, de la utopía socialista o del progresismo feminista. El mal, sí, radica en esa cultura de la desconfianza, la sospecha, la delación; en presentar como liberador el ejercicio de buscar en la persona con la que convives al violador, al machista o al franquista que lleva dentro, sin que antes haya dado realmente signos de una conducta que amenace la armonía, la dignidad, el respeto y el buen rollito de una razonable vida en común.

Me lo decía mi amiga, la psiquiatra: «Lo que esta gente ha traído a este país, con ese discurso que ve en el hombre a un violador potencial, es una narratividad de mierda que no nos está haciendo más libres ni está mejorando en nada la situación de la mujer». Tiene razón. ¿Qué se persigue y qué se consigue con relacionar a todos los hombres con esos violadores auténticos a los que Irene ha puesto en libertad en nombre de todas las mujeres?