El Gobierno ha acordado este martes la remisión al Congreso del anteproyecto de ley orgánica que establece la obligatoriedad de celebrar al menos un debate electoral en los medios de comunicación públicos durante las campañas.
El texto, que modifica la Ley Orgánica de Régimen Electoral General (LOREG), dispone que los candidatos de las formaciones con representación parlamentaria estarán obligados a participar en estos debates, enfrentándose a una sanción en caso de no contar con una causa justificada para no hacerlo.
Como cada vez que acomete una reforma legal concerniente a los medios de comunicación, el Ejecutivo ha invocado el «fortalecimiento de nuestra democracia».
Pero este noble pretexto resulta inevitablemente sospechoso viniendo de un Gobierno con una acreditada trayectoria de recelo hacia la pluralidad informativa. Y que no se ha caracterizado precisamente por su compromiso con la transparencia ni con la rendición de cuentas cuando le incumbe a él mismo.
La sospecha sólo se acrecienta al tomar en cuenta que el nuevo anteproyecto forma parte de las medidas contempladas por el «Plan de Acción por la Democracia», que Pedro Sánchez únicamente se decidió a impulsar tras sus famosos cinco días de reflexión, motivados por las publicaciones sobre las sospechas de corrupción de su esposa.
En cualquier caso, la pregunta fundamental que se plantea si se somete la cuestión a un mínimo examen alejado de la demagogia es por qué habría de imponerse por ley la obligatoriedad de un debate electoral retransmitido.
Supone un ejercicio de arbitrariedad privilegiar este modelo, y no cualquier otro formato de intervención política en el debate público.
Porque también cabría imponer por ley una sesión de un foro ciudadano en el que los candidatos respondieran a las preguntas de los ciudadanos.
O la obligatoriedad de que los líderes de los partidos concedan una entrevista a alguno de los cinco mayores periódicos o radios.
De hecho, en su informe sobre el anteproyecto de ley, al que ha tenido acceso en exclusiva EL ESPAÑOL, la Junta Electoral Central (JEC) reprocha que la disposición «puede suscitar algunas dudas de conformidad con la Constitución».
Amén de advertir que «la excesiva indeterminación en el diseño de la obligación» en sus distintos aspectos logísticos «puede generar en su aplicación práctica numerosos problemas de no fácil solución».
¿Qué criterio sigue el Gobierno para determinar el número de participantes en ese debate preceptivo?
Porque la reforma incluye también en la LOREG que podrán acudir aquellos partidos que, aunque carezcan de representación parlamentaria en ese momento, hayan obtenido al menos el 5% de votos en otros procesos electorales recientes.
¿Un debate a cinco? ¿A ocho? ¿Con los once partidos representados actualmente en el Congreso de los Diputados, y albergar así un guirigay interminable y superficial?
La arbitrariedad se agrava doblemente cuando se especifica que ese debate forzoso debe celebrarse en RTVE, que con su deriva partidista y parcial se ha significado como el medio más privado que puede haber en España.
Además, la táctica con respecto a los debates compete a la legítima discrecionalidad de los partidos. Tal fue el caso del debate al que rehusó acudir Feijóo para no regalarle a Sánchez la foto junto a Abascal que buscaba.
Es lo mismo que ha señalado al JEC al recordar que «la decisión de participar o de no hacerlo en un debate electoral responde a finalidades y estrategias comunicativas que los poderes públicos no pueden escrutar en modo alguno».
Por tanto, la medida «puede resultar en una limitación desproporcionada de los derechos a la libertad de expresión e ideológica de los partidos políticos».
Y de ahí que el órgano haya sido tajante en las conclusiones de su informe, que el Gobierno ha desoído:
«Esta obligación legal supone una innecesaria y excesiva interferencia de los poderes públicos» en «el modo en que los partidos políticos quieren hacer llegar su mensaje a la ciudadanía»
La mejor prueba de ello es que ninguno de los grandes países europeos establece por ley la obligatoriedad de los debates electorales.
No se puede olvidar que el hecho de que los debates no están regulados por ley en el resto de países no implica que no se celebren.
Al contrario, se realizan en todos ellos por tradición, de modo que no se hace necesario legislar sobre ellos.
Y es que cuanto más robustas son las convenciones democráticas informales de un país, menos leyes se precisan para sustituirlas.
Por eso, al contrario de lo que argumenta el Gobierno, obligar por ley a la celebración de debates electorales sería un síntoma de falta de cultura democrática, y no un avance en la dirección de un fortalecimiento de la misma.
Naturalmente, este periódico nunca lamentará la organización ni la multiplicación de debates durante las campañas.
Al contrario, lo deseable es que se celebren todos los posibles. Y será legítimo criticar a los jefes de los partidos que se resistan a someterse a ellos.
Pero la iniciativa para debatir en democracia sin restricciones debe manar autónomamente del libre juego de los actores políticos, tal y como siempre ha sucedido, y no de una obligación caprichosa del Gobierno.