José María Ruiz Soroa-El Correo
- El espectáculo cuasicircense de EE UU es nuestro futuro anticipado
Tomo del desesperanzado artículo de fin de año de José Luis Zubizarreta el diagnóstico inapelable que pronuncia: nunca la política española, incluidos en el término tanto el Gobierno y la oposición como las camadas de lechoncillos ávidos que pululan chupando teta (impagable, José Luis), nunca esa política, dice, había tenido el grado de cutrez personal al que ha llegado en cincuenta años después de salir del franquismo. ‘Cutre’: miserable, pobre, de mala calidad. Tan exacta es la calificación que hace a cualquiera temer seriamente por el futuro del sistema de gobierno democrático, convertido en un espectáculo histriónico interpretado al alimón por unos partidos clientelares, unos medios palmeros y una sociedad débil que no cree en sí misma ni en su capacidad para influir en el sistema político, al que trata solo como bolsa de dádivas de consumo.
¿Es una cuestión meramente epocal? ¿Será que en nuestro tiempo no surgen aquellos grandes políticos que tuvimos en otro momento? Estaría bien creerlo y así poder esperar que vuelva el político competente para acabar con este largo tramo de «Führerlos», que diría Weber. Pero no parece el caso. La baja calidad, la cutrez de la clase política parece más un efecto sistémico y lo demuestra su generalización por todo Occidente: se trata del hecho patente de que desde hace años las democracias seleccionan mal su elite política, seleccionan lo peor en calidad, seleccionan al revés por decirlo así.
Es curioso: son muchos los comentaristas que siendo conscientes de esta disfunción política la atribuyen metafóricamente a un funcionamiento invertido de la ley de Darwin: en lugar de seleccionar a los mejores, la ley se habría desbocado y estaría seleccionando a los peores. Estaría bien que así fuera, cabría la esperanza de que volviera a su juego normal algún día. Pero no: la ley evolutiva nunca pronosticó la selección de los mejores (es una ley ciega a cualquier finalidad) sino la supervivencia de los mejor adaptados a los requerimientos del ambiente, sean estos los que sean. Por eso, hay que pensar que es el mismo sistema político partitocrático electoral y sus contingencias ambientales el que promociona a lo más pobre del barril. Hoy no hay políticos aficionados ni espontáneos, solo quedan en la carrera unas personas que hacen de la política su vocación y realizan su ‘cursus honorum’ en las estructuras de partido y en los nichos administrativos o representativos que esos partidos ocupan y reparten. Carrera adobada con periódicas pruebas de competencia electoral y exposición a los medios.
El resultado, ahí lo tienen: el político que llega es el que ha sabido transitar por esos meandros de competencia y publicidad, es decir, el más capacitado para sobrevivir en esa carrera, una condición que nada tiene que ver con su capacidad para gestionar el gobierno público. Como votantes, elegimos a los mejores de los ofertados, sin duda. Pero a los mejores para ser elegidos, que no es lo mismo que a los mejores para gobernar. La cualidad de elegible se ha escindido de la competencia del gobernante.
Platón o Aristóteles, a quienes nunca gustó la democracia, se reirían de nuestro descubrimiento. Para ellos estaba en la naturaleza de las cosas la degeneración inevitable de todo modelo político, de la democracia en la demagogia y en el gobierno de la muchedumbre (oclocracia). Pero lo que era natural para ellos, que vivían dentro de una concepción circular o cíclica del tiempo, resulta difícil de entender para nosotros los modernos que pensamos en términos de progreso incesante. ¿Cómo ha sucedido que hayamos llegado a este estado de cosas? Y, más importante, ¿cómo corregir y reorientar lo que constituye un problema de comportamiento de la clase política (no uno de diseño o estructura institucional) cuando es esa misma clase la que dirige el sistema y no es consciente de su propia responsabilidad en lo que sucede? ¿Cómo reformarían los partidos a los partidos? ¿Cómo guiarían los ciegos a los tuertos? ¿Habrá que esperar a que el principio de realidad imponga su causalidad despiadada?
Yo no lo sé, lo reconozco. Pero atisbo algunas ideas que por lo menos podrían servirnos como sociedad para empujar hacia un cambio positivo. La primera, que la presunción de que los ciudadanos gozan de mejor condición moral que los políticos es plenamente infundada. No voy a decir que tenemos la élite que nos merecemos, pero tampoco que su cutrez es ajena a nuestro comportamiento. Que el desencanto y la desafección son muy cómodos, pero probablemente poco operativos. Que la antipolítica lleva a una peor política, no a una mejor. Que lo que nos muestra el espectáculo cuasi circense de EE UU no es una peculiaridad yanki sino nuestro futuro anticipado. Que abandonarnos a la melancolía sólo produce monstruos. Igual que la nostalgia, el futuro está delante y lo que requiere es inteligencia para comprenderlo, nunca miedo actitudinal ni jeremiadas catastrofistas. Que, si hubo una época que exigió a los filósofos cambiar el mundo, la nuestra es distinta y requiere en lo esencial conservarlo, pues es el menos injusto que ha tenido la Humanidad.