PEDRO CHACÓN-EL CORREO

  • En un espejismo identitario de autocomplacencia, pueril, el nacionalismo fomenta elementos de desapego que no traerán nada bueno en el futuro

Las palabras de Joseba Egibar, hubiera o no error de traducción, como alegan desde su partido, han provocado una reacción que se viene a sumar a otras en un mismo sentido de malestar y susceptibilidad social, y que denotan una percepción cada vez más generalizada de que cuestiones esenciales para nuestro porvenir no se están enfocando como debieran. La ciudadanía ha percibido cómo aquí nuestros niveles de contagio y déficits de asistencia durante la pandemia han sido similares y aún peores que los de la media española, los informes sobre el rendimiento de nuestros escolares no son muy halagüeños, nuestro decrecimiento demográfico bate récords mundiales y el colectivo empresarial Zedarriak advierte de nuestra decadencia económica.

El lehendakari Urkullu se enfada de un modo chocante respecto de su natural pausado cuando oye o lee lo que no le gusta. Ha vuelto a ocurrir con el informe de Zedarriak, pero recordemos el episodio aquel de la jueza de Llodio que ordenó readmitir a una funcionaria sin tener el perfil lingüístico. Urkullu se enfadó mucho y dijo que era «más que una tomadura de pelo, un insulto al euskera», que la magistrada recurriera a la dificultad de esta lengua como argumento. Pensé entonces que en la web colombiana en la que se basó la jueza de Llodio me iba a encontrar la lengua de Etxepare equiparada con el idioma de los aborígenes hotentotes, que hablan con chasquidos, o de alguna tribu del Amazonas que solo cuenta hasta tres. Pero resultó que la lista de idiomas, por orden de mayor a menor dificultad, era esta: árabe, chino mandarín, japonés, ruso, húngaro, euskera, islandés, polaco, alemán y finlandés. Estos idiomas a los que se equipara el euskera son hablados por cientos de millones de personas, cuando no por más de mil millones, como el chino, otros por sociedades europeas muy evolucionadas y otros, en fin, por culturas milenarias. ¿Dónde estaba la ofensa?

La clave la dio Urkullu cuando añadió airado que el euskera es «el mayor símbolo de la identidad de un pueblo». Han convertido lo que debería ser un elemento de comunicación y cultura, como el euskera, en algo sacramental, por sagrado, y, como se ha visto en el caso de Egibar, se ven a sí mismos como los sumos sacerdotes juramentados para defenderlo. Pero la sociedad vasca real no es así y esa suerte de ‘procés’ lento a la que la tienen sometida no la va a convertir en otra cosa.

No vivimos en una sociedad mayoritariamente nativa vasca, como ya hemos dicho en muchas ocasiones, sino en otra profundamente mestiza vasco-española. Pero el nacionalismo persiste en su ensoñación y nos quiere hacer creer que inmigrantes solo son los pequeños contingentes que han llegado de Sudamérica, del Magreb o del este de Europa y que nunca podrían alterar nuestra natural idiosincrasia. Para ellos, la enorme inmigración española de finales del XIX y sobre todo mediados del XX ni existió ni condicionó nuestra realidad social y cultural. Con esa visión, que nadie se extrañe de que se animen ahora a apretarnos un poco más las gomas con el euskera.

Piensan que si la población envía masivamente a sus hijos al modelo D es señal inequívoca de asentimiento, cuando quizás no sea más que una acomodación resignada. Y llevamos así ya más de cuarenta años con el euskera en la enseñanza y los frutos son los que son. No se está sabiendo proteger adecuadamente el euskera en las zonas donde se habla en la calle con naturalidad (los llamados ‘arnasguneak’) y, en cambio, se está extendiendo un conocimiento del euskera batua a niveles bajos o intermedios, sobre todo entre la población escolarizada, que no garantiza la continuidad de la lengua con su riqueza nativa y dialectal.

Esta situación del euskera es perfectamente demostrativa de lo que entiendo por ‘decadencia de Euskadi’. El nacionalismo piensa que así garantiza nuestra identidad. Yo más bien pienso que se la está cargando porque está fomentando elementos de desapego y hasta de rencor que no van a traer nada bueno en el futuro. Y este ámbito social y cultural repercute en el económico. El nacionalismo mantiene a nativos y sobrevenidos unidos e indiferenciados, en un espejismo identitario de autocomplacencia pueril, pero aquí todos sabemos quién manda y quién se lleva los mejores puestos.

Mientras tanto, la demografía nos dice que los jóvenes no tienen ilusión por tener familia, ni posibilidades económicas tampoco. La gente preparada contempla cada vez más factible un futuro promisorio en otras comunidades autónomas. La enseñanza no responde tampoco a las necesidades de nuestro futuro interconectado. En definitiva, hemos optado por un modelo social y cultural ‘tipo burbuja’, con el euskera como lengua vehicular, cuando los países más avanzados lo que hacen es colocar en ese lugar una lengua internacional.