Eduardo Uriarte-Editores

Las nuevas formas de comunicación han alterado sin duda la estructura y comportamientos de la sociedad, hecho bastante obvio. Pero lo que no existe es una conciencia generalizada de que esas nuevas formas de comunicación, con una capacidad de penetración en las masas sólo comparable al periodismo totalitario de los años treinta del pasado siglo, es, como entonces, capaz de encubrir la realidad y manipular a amplios sectores sociales. Estamos asistiendo al Gran Hermano, empleado por las peores castas políticas que pudieran haber aparecido en los últimos cincuenta años, personajes con ciertas coincidencias, también, con los populismos de los años treinta.

Se quejaba Fernando Valdespín (El País, “Esta sí que es la nueva política”, 4, 4, 2021) de que “en vez de ofrecerse propuestas sobre cómo salir de este laberinto para poder discutirlas entre todos retornamos una y otra vez a nuestras guerras”. Lamento justificado que denuncia lo imprescindible en toda sociedad, que es entenderse y aunar esfuerzos ante los problemas, cosa que no está ocurriendo ante la mayor crisis que hayamos padecido desde la guerra civil. Ante esta falta de encuentro, de incomunicación en la edad de la comunicación, uno echa de menos aquellos programas de la Clave de Balbín en las que líderes políticos separados por una guerra y una dictadura eran capaces de hablar, escucharse, llegar al entendimiento, simplemente porque les conducía un impulso de pacto y de encuentro, lo que abrió un espacio común que hizo posible la convivencia democrática.  Aquellas personas formaban parte de una élite culta, con bagaje de experiencias personales profundas. Personas que se querían encontrar, una actitud ética valiosa, frente al perverso desencuentro, con desenterramiento de cadáveres por medio, que domina la dinámica política impuesta por la casta hegemónica actual.

Una de las consecuencias perversas de la conformación del sistema político español en una partitocracia, la entronización de los partidos en la cúspide del edificio jurídico y político del sistema, es que las élites sociales, necesarias para dirigir toda democracia, fueron con el tiempo sustituidas por los aparatos de los partidos. Los chicos de los recados que pululaban por los pasillos de las sedes acabarían, con poco mérito curricular, pero conociendo todo tipo de halagos al jefe, trampas y conspiraciones para su provecho personal, haciéndose con la dirección del país. De llevar sobres, recados, y preparar salas de reuniones, pasaron al control del país. Llevados de su tenacidad lo primero que hicieron es barrer todo nicho de intelectualidad que quedara en el partido, y requerir un culto a su persona desmesurado, potenciador del caudillismo, para encubrir las evidentes limitaciones personales. Y se contrata, y se le alza a los altares, al mejor publicista al servicio del aurea del caudillo. Por eso se le saca al otro del Valle de los Caídos.

Esto ha ocurrido en los viejos partidos procedentes de la Transición, especialmente en uno de ellos. En alguno nuevo, como UPyD o Ciudadanos, en su génesis, el motivo de no parecerse a los anteriores funcionó al menos al principio. Muchos intelectuales se acercaron a ellos en su momento inicial, pero el modelo de funcionamiento interno, que fue el de los viejos partidos, el arribismo de un aluvión de gente ambiciosa, la supeditación ideológica a las técnicas de propaganda, y, sobre todo, y el predominio de una cultura activista sobre la política, les condujo a la carencia de autocrítica, y por lo tanto de reflexión, y a un autoritarismo interno que desembocaría también en caudillismo. Evito hablar de Podemos, modelo de organización arcaica y despótica, admiradores del aparaterismo que entronizó Stalin frente a la intelectualidad que representarían Lenin o Trotski que eran los leídos. No vale la pena.

Tanto UPyD como Ciudadanos bunkerizaron su dirección, los intelectuales fueron desertando según las iniciativas nuevas se sucedían con cierto carácter caprichoso y precipitado que acababa provocándoles frustración. Los que quedan en estos partidos que surgieron de movimientos cívicos, están en la política (dominada por la partitocracia) por estar en la política, no como medio para resolver cuestiones y hacer avanzar al país (que más cornás da trabajar de mileurista). Y si el aparaterismo se erigió en ideología en los viejos partidos, el activismo pesaba como una losa en estos partidos “cívicos”.

Problema serio. La falta de una élite política con capacidad de reflexión y prudencia, tras un caudal de mérito, es una de las causas de la enorme crisis que estamos algunos descubriendo. No se trata de una carencia menor, su necesidad había sido descubierta ya en la antigüedad, y los Padres Fundadores de la democracia moderna también la apreciaron sabiendo que sin ella la demagogia puede abanderar al pueblo y que éste destruya el sistema del pueblo para el pueblo. Sin élite dirigente, intelectual, económica, social, la democracia no funciona. Los partidos no son suficiente, y la partitocracia lleva a la democracia a su agonía.

No hay más que observar el papel supeditado y hasta servil del empresariado catalán. Por grave que sea la crisis que su autonomía padece sólo en una ocasión reciente han protestado sin resultado alguno ante la situación endémica de violencia en Cataluña, para apreciar la dominación y hegemonía totalitaria que la partitocracia catalana, allí nacionalismo, ejerce en todos los ámbitos de la sociedad. Y, sin embargo, sin expresiones sociales influyentes, como en este caso el empresariado, no hay democracia que sobreviva.

Máxime, y en coherencia con la inexistencia de élites influyentes, cuando los fundamentos democráticos de toda democracia, la separación de poderes, están engullidos por el Gobierno. Aberración, en cierta manera asumida por la oposición, permitiendo el ejercicio del poder mediante decretos, la aceptación de un estado de alarma inconcebible por su duración en una democracia, prevaricación en el ministerio del Interior con el cese de mandos, asalto de domicilio por la policía, tensión entre el Poder Judicial y el Gobierno y, para, colmo, como escribe José Antonio Zarzalejos, un Tribunal Constitucional paralizado. Curiosamente, un responsable de todo este proceso autoritario es el que en su ejercicio continuado de demagogia califica a la democracia española de democracia de baja calidad. Será debido a su tesón en el Gobierno y fuera de él.

Así como siempre hemos ido por detrás de Italia copiando todos sus errores políticos, no nos fijamos en ningún momento en sus aciertos. No vale decir que casi todos los países andan igual, en Alemania sus viejos partidos dan una lección de estabilidad política, porque los intereses de la nación están por delante de los partidistas (hay élite y, consecuentemente, pensamiento, moderación y sentido de Estado). Francia encuentra una solución de centro aún a costa de poner en saldo a un partido socialista en plena crisis anterior: la nación, la República, por delante del partido. Y la corrala en la que se estaba convirtiendo Italia a causa del populismo es apaciguada desde la Presidencia de la República que impone un primer ministro para la estabilidad. Hay finezza, hay élite política. Mientras aquí seguimos con las mascarillas sobre los ojos.

El aparaterismo no tiene sentido de Estado, es el poder por el poder. Un caiga quien caiga irresponsable sin pizca de humor. Una ideología que tiende a una práctica de gestos propagandísticos continuos, a exceder hasta el límite, o traspasarlo criminalizando, la agresividad hacia el adversario. Convirtiendo al adversario en una amenaza apocalíptica para esconder las carencias del propio proyecto que la incultura y el sectarismo incapacita para ofrecer a toda la sociedad. Cortoplacismo y espontáneismo en toda decisión, culto por la acción por la acción, admiración a la osadía, voluntarismo, propaganda a todo trapo, adhesión incuestionable al grupo. Características propias de colectivos no democráticos, que pertenecen desde el siglo XIX a los grupos violentos. De ahí quizás, la fácil sintonía que tuviera el Gobierno socialista en su larga y legitimadora negociación con ETA y su falta de sensibilidad ante las graves conculcaciones del orden constitucional por los sediciosos catalanes. Se han ido pareciendo mucho, nace la compresión con los que vuelan el marco de convivencia: indulto para todos ellos.

El pensamiento partitocrático cree que todo tiene apaño y solución, siempre que no sea con la ultraderecha fascista, corrupta y criminal. No entiende de la existencia de un ordenamiento constitucional que limita el autoritarismo, como limita la separación de poderes. Cree que la Guardia Civil es testaruda, si no facha, porque está casada con el Duque de Ahumada, y no porque es fiel a la ley a la que tiene que guardar. Los partidos sin el marco legal de la democracia no son nada. Pero Sánchez prefirió evitar la posibilidad de un final para su partido como el del PASOK, prefirió pensar primero en el partido, en el que aprendió hacer recados, y en él mismo, que en la nación. Perderá su partido y dejará maltrecha tras su paso la nación.