La autora analiza cómo la ausencia de una política exterior clara por parte de la Administración Trump afecta directamente a los planes, objetivos y acción de la OTAN.
Los americanos utilizan la expresión «avión fantasma» para designar un fenómeno, afortunadamente poco frecuente: cuando la tripulación de una nave queda incapacitada y el aparato vuela hasta estrellarse contra un obstáculo en su ruta o, agotado el carburante, acaba por venirse abajo. Esta figura es tristemente la metáfora que más se ajusta a la situación en que se encuentra la seguridad transatlántica estos días. Carente de liderazgo y de ideas, la relación meramente chapotea. Para evitar el desastre, en la cabina de mando tienen que despertar. Y el tiempo está contado.
Desde la II Guerra Mundial, y en particular desde la creación de la OTAN, Estados Unidos, como poder occidental dominante en el mundo, ha pilotado la seguridad transatlántica. Pero con el presidente Donald Trump, EEUU más que liderar confunde. Ni siquiera queda claro quién está realmente al cargo. Ahora, la despectiva pregunta atribuida apócrifamente al antiguo secretario de Estado Henry Kissinger «¿A quién tengo que llamar si quiero hablar con Europa?» puede formularse respecto de la otra orilla del Atlántico.
Cuando Trump accedió al poder, los aliados europeos de América (y la mayor parte del mundo) creían conocer la respuesta a esa pregunta. Esperaban que, sin perjuicio de alguna salida de pata de banco por parte de la Casa Blanca, Estados Unidos, como actor internacional, primaría el apoyo al status quo por encima de todo. Se decían a sí mismos que la política estadounidense no la dictarían las tormentas tuiteras de Trump, sino los adultos más fiables en su gobierno, como Rex Tillerson, H.R. McMaster (segundo asesor de Seguridad Nacional), y James Mattis.
Pero todos ellos se han marchado. Mattis, el último en partir, dimitió tras el áspero anuncio de Trump de que retiraría las tropas estadounidenses en Siria, una decisión sobre política de defensa de trascendental importancia, que se tomó frívolamente en contra de lo que aquél y el departamento que dirigía aconsejaban. En su carta de dimisión Mattis dice a Trump: «Tiene (usted) derecho a contar con un secretario de Defensa con una visión más acorde a la suya».
Habida cuenta de los motivos que han empujado a Mattis a dimitir, se podría pensar que tras su renuncia la política estadounidense sería más predecible. En vez de preguntarse si Trump optará por abandonar la OTAN, tal y como ya sugirió, o por permanecer y apoyarla, tal y como aseguraron altos mandos de su administración, Europa podría responder a un único mensaje. Un mensaje peligroso y no bien recibido, pero que tendría la ventaja de la claridad. Europa sabría dónde está parada. Pero persisten los mensajes erráticos y confusos. La niebla trumpista aumenta.
El 19 de diciembre, tras una conversación con el presidente turco Recep Tayyip Erdogan, Trump tuiteó: «Hemos derrotado al Estado Islámico en Siria, el único motivo para nuestra presencia en la zona durante la Presidencia Trump». Al día siguiente tuiteó: «Rusia, Irán, Siria y muchos otros no están contentos… porque ahora tendrán que enfrentarse al Estado Islámico y a otros, a quienes odian, sin nosotros».
A principios de enero, el asesor de Seguridad Nacional, John Bolton, fue enviado a Oriente Medio con el fin de apaciguar a los aliados –en particular, a Israel– nerviosos por la decisión de Trump. A estos Estados inquieta que una salida abrupta de las fuerzas americanas permitirá la supervivencia e incluso la recuperación del Estado Islámico, quedando a la merced de Turquía las fuerzas kurdas instrumentales en la lucha antiterrorista. Mientras se allanaría el camino para la progresiva infiltración iraní en la región, en Siria en particular.
Y estas son preocupaciones legítimas, tan legítimas de hecho que el anuncio estrella trumpiano sobre Siria fue rápidamente matizado, a través de Bolton: la salida de Estados Unidos, declaró éste, queda vinculada a la derrota total del Estado Islámico y a la garantía turca de no atacar a los aliados kurdos.
Sin embargo, sin responsables de peso en su entorno orientando la política, la Administración Trump cayó en una elemental metedura de pata diplomática al no acordar estas nuevas condiciones con Turquía. Un Erdogan ofendido canceló el encuentro agendado con Bolton para discutir la retirada. En ese momento Trump no tuvo mejor idea que amenazar con «devastar Turquía económicamente» en caso de ataque a los kurdos, para desdecirse vía tuit tras una conversación con Erdogan, subrayando «los desarrollos económicos entre Estados Unidos y Turquía –gran potencial para expandir sustantivamente». Así la política de la Administración americana respecto de Siria es también una cuestión abierta.
Y ESTO NO es el resultado de la desorganización o la falta de control en el seno del Gobierno americano. Tampoco puede decirse que sea un ejemplo de liderazgo ineficaz o errado. Lo que sucede con la política estadounidense es el reflejo de la falta total de determinación. A día de hoy, nadie sabe cuál es la política de la «nación indispensable», ni quién la diseña. La primera consecuencia es la deriva en que se encuentra sumida la comunidad transatlántica en tanto que tal. Tradicionalmente, Washington establecía el programa. Hoy, lo más que se puede decir es que la política estadounidense se limita a articular aquello a lo que se opone. No existe impulso proactivo, únicamente reacción, acción retrógrada. Esta visión roma doblada de falta de conexión con la realidad, permea el reciente discurso del actual secretario de Estado, Mike Pompeo, en Cairo, sobre política estadounidense en Oriente Medio: un alegato sobre los malos de la película, en el que identificó enemigos consensuales –Estado Islámico, Irán– al tiempo que de paso le colgaba el sambenito al presidente Barak Obama. Estados Unidos, una «fuerza para el bien» en la región queda vinculada a déspotas y autócratas, sin mención, siquiera retórica, a los Derechos Humanos o la democracia. Pero incluso desde esta perspectiva de apariencia determinada no faltan las contradicciones. Pompeo declara enfáticamente que «cuando Estados Unidos se retira, a menudo viene el caos». Tres días más tarde, su jefe pontificó a través de su medio favorito, Twitter: «Comenzando el repliegue de Siria, mientras golpeamos duro lo poco que queda de la implantación territorial del califato del Estado Islámico». ¿A quién escuchar?
Para bien o para mal, Estados Unidos ha venido marcando el rumbo en el mundo a través de su sistema de alianzas y partenariados. La norma, con alguna excepción, la marca el presidente. Hoy, sin embargo, quien interpele a Washington en busca de dirección solo recibirá mensajes embrollados, toma de decisiones tuiteras y contradicciones. Lo opuesto a lo que liderar significa. Para avanzar, la comunidad transatlántica precisa de un responsable al que respaldar o a quien refutar. Es decir, un piloto al mando de la aeronave. La impresión es que nadie controla los mandos, que la comunidad transatlántica está embarcada en un avión fantasma. Yendo de la imagen a la realidad, nos va el futuro a los europeos en que la indefinición estratégica de Estados Unidos cese.
Ana Palacio es ex ministra de Asuntos Exteriores.