RAMÓN PÉREZ-MAURA, ABC – 31/01/15
· La legitimidad política no se gana en las Cortes, sino en la televisión. No se deriva de las elecciones, sino del audímetro.
Hubo un tiempo en que en España era imposible imaginar un candidato a presidente del Gobierno que no fuese miembro del Congreso de los Diputados. Éramos una democracia todavía en proceso de transición, porque, como decía don Pedro Sainz Rodríguez, ésta no se completaba con la victoria de los socialistas, sino con la derrota de éstos y la recuperación del poder por la derecha. Felipe González gobernaba cual sultán. Así que la derecha española tuvo la ocurrencia de elegir un jefe de filas que no se sentaba en el Congreso, Antonio Hernández Mancha. Y para poder mantener un cara a cara con González le presentó una inopinada moción de censura de la que salió escaldado. Y es que eran días en que los españoles nos creíamos el valor de las instituciones democráticas y la vida política giraba en torno a las Cortes.
Casi veintiocho años después de aquella efeméride parlamentaria, hoy sabemos que la legitimidad política no se gana en las Cortes, sino en la televisión. La legitimidad del debate ya no la dan los electores. No se deriva del resultado de unos comicios y si muchos o pocos conciudadanos respaldaron a un candidato o partido. La supuesta legitimidad política se deriva del audímetro y la otorgan los directores y propietarios de las cadenas de televisión que conceden horas de antena a políticos que «dan bien» ante la cámara y captan la audiencia. Porque en esta degeneración democrática hay ciudadanos de dos categorías.
Los hay de primera: son los que ven la televisión durante horas y generan unas audiencias que repercuten en los ingresos de ese ciudadano ejemplar que es don Silvio Berlusconi, propietario de Tele5 y Cuatro, y en los beneficios del marqués del Pedroso de Lara, socio de referencia de Atresmedia, conglomerado en el que se integran Antena 3 y La Sexta. Los de segunda categoría son el resto de los españoles que no ven televisión. O que ven cadenas marginales. Porque al no avalar a los políticos que hacen ricos al marqués y a Il Cavaliere, las opciones en las que ellos creen son preteridas.
Me han venido a la mente estos días las memorias de Rafael Ansón de su año como director general de RTVE («El año mágico de Adolfo Suárez. Un rey y un presidente ante las cámaras. Julio de 1976junio de 1977». La Esfera de los Libros. Madrid, 2014). Leyéndolas llegué a la conclusión de que eran un ejemplo perfecto de cómo utilizar la televisión al servicio del poder. Y ahora, comparando aquello con lo que hace la televisión privada de nuestros días, me cuestiono mis propios principios liberales. Porque al menos la controlada televisión de 1976-77 lo estaba en la línea de derrotar los restos del régimen anterior que se oponían a la reforma política y ayudar a instaurar la democracia. Y aquello se hacía sin que fuese en beneficio particular de nadie, sino por el bien común –del que una minoría podía, muy legítimamente, discrepar.
Hogaño vivimos una realidad en la que la vida política gira en torno a gentes avaladas por las cadenas de televisión a cuyos programas no son llevados a debatir con políticos rivales, sino con periodistas que van a ganarse su sueldo. Mientras uno busca el pan de sus hijos, otro va allí a por el voto de los electores. Un combate claramente desigual en el que se cercena la legitimidad democrática por el simple hecho de que los políticos serios no generan la audiencia deseada. Y como la mayoría de las materias que hay que abordar en la tarea diaria de gobierno son extremadamente tediosas de explicar, mejor llenar la pantalla con populistas radicales que dicen una machada detrás de otra y que al marqués le llenan el bolsillo. Y al que no le guste, que haga la heroicidad de leer un libro, que esa parte del negocio va mucho peor.
RAMÓN PÉREZ-MAURA, ABC – 31/01/15