Manuel Marín-Vozpópuli

  • Sánchez no ve ciudadanos. Ve súbditos y contribuyentes a los que convencer de que con él viven mejor y que cuando algo falla siempre es cosa de otros

 

El infierno de incendios, ya con cuatro fallecidos vinculados en las labores de extinción, nos aboca a otra lección, la enésima, no aprendida. Días atrás, Isabel Díaz Ayuso pedía “dejar los politiqueos” y los intercambios de culpas entre administraciones tratando de sacudirse responsabilidades. La respuesta, evidente por otro lado porque pocos podrán esperar otra cosa del Gobierno de Pedro Sánchez, llegó ayer por boca de la vicepresidenta María Jesús Montero: la culpa de los incendios es de las autonomías. Montero, siempre inefable, siempre previsible.

Este Gobierno lo ha conseguido. España es un país mustio inmerso en una resignación colectiva. Padecemos una sumisión abúlica bajo la pretendida normalización de la idea de que ante cualquier problema, ante cualquier catástrofe o ante cualquier conflicto no se puede hacer nada. De que no se puede funcionar mejor. De que lo estropeado no tiene arreglo y, por supuesto, de que el Gobierno no está para minucias como gestionar con eficacia. Basta la coartada de buscar culpables externos y alejar de las competencias de La Moncloa grandes problemas como los incendios de estos días, la carestía de vivienda, las averías diarias de los trenes, la recolocación de menores inmigrantes, o una dana.

Ralentizacióin, elefantiasis burocrática, solapamiento, duplicidades, protocolos y, sobre todo, administraciones públicas inundadas de asesores con currículos inflados de egolatría y mentiras».

Sánchez ha logrado hacernos creer que la auténtica política se basa en interiorizar la indolencia del Estado hacia el servicio público porque lo realmente relevante es el tacticismo coyuntural y mendigar los escaños necesarios para aprobar cualquier decreto menor, como si sacarlo adelante fuese un triunfo particular. “Ni tan mal”, nos recordó hace poco ese mismo Sánchez que también nos ha convencido de que gobernar sin el Parlamento es muy democrático. A Sánchez le basta con aparecer maquillado y con voz grave y engolada, y da igual si su reacción siempre es tardía, si se limita a hacer propaganda o si sus ofrecimientos de ayuda son tan impostados como falsos. La consecuencia es fatídica: a la fuerza, el ciudadano se ha acostumbrado a sentirse desprotegido por su propio Estado. Ralentizacióin, elefantiasis burocrática, solapamiento, duplicidades, protocolos y, sobre todo, administraciones públicas inundadas de asesores con currículos inflados de egolatría y mentiras. Gente, supongo, que siendo las cinco aún tampoco ha comido.

Ocho años después de la llegada de este Gobierno, hemos entrado irremisiblemente en una suerte de “globalización de la renuncia” en la que los Estados se están escaqueando del ejercicio práctico de su soberanía para imponer intereses que deberían ser subalternos. La política ya no es gestión. Es solo ejecución de poder. Por acción o por omisión hay Estados que están debilitando sus estructuras y la base fáctica de su propia existencia. El Estado empieza a no estar para “mejorar la vida” de sus ciudadanos, sino para que esos ciudadanos soporten su peso y su gasto público sin poder siquiera reclamar el desbrozado de un monte, una vía férrea en condiciones o no quedar secuestrados ilegalmente durante una pandemia.

Sánchez recurre una y otra vez a la misma hoja de ruta. Surge una catástrofe, llámese pandemia, dana, incendios o un apagón. A renglón seguido, deja pudrir la situación durante días, cultiva el dramatismo, y termina ofreciendo tarde y mal la ayuda del Estado… pero solo a quien se humille a pedírsela para presentarse como un salvapatrias. Como colofón, siempre encuentra un culpable ajeno al que endosarle todo. Una catenaria instalada antes por otro Gobierno, los fondos buitre que impiden a cualquier joven acceder a una vivienda, el cambio climático, la usura de las eléctricas… Y al final, siempre queda en su mensaje el debilitamiento del Estado autonómico. Eso sí, bajo la floritura buenista de que él ha hecho todo lo posible por la famosa cogobernanza. Nada más falso y fallido. En realidad, su dogma es demostrar que el Estado autonómico está desfasado, que es caótico y que es preciso imponer un modelo de Estado confederal como alternativa y sin tocar una coma de la Constitución.

Esto va de que cualquiera, a fuerza de costumbre, termine asumiendo y justificando que el Estado sí puede ser incompetente en la defensa y protección del ciudadano, y que pese a tanta sucesión de errores y tanta parálisis, después nunca ocurra nada. El sanchismo ha creado una capa gruesa de mansedumbre colectiva y conformismo, y la virtud de lo público solo queda a salvo de modo residual y a manos de unos cuantos rebeldes. A manos de voluntarios con un concepto encomiable del compromiso, o de un puñado de valientes que se echan al fuego porque alguien tiene que ayudar. O de aquellos que se contagian sin mascarillas para atender a moribundos y de esos otros que intentan tranquilizar a viajeros de tren encerrados durante cuatro horas en un vagón sin aire acondicionado, sin información y a 38 grados de vellón en la vía. Pretenden que baste un Estado de ciudadanos comprensivos, voluntariosos y resignados que ante cualquier conflicto se limiten a responder con la cabeza gacha aceptando la pobreza argumental de su Gobierno central y su desidia.

Sánchez no ve ciudadanos. Ve súbditos y contribuyentes a los que convencer de que con él viven mejor y que cuando algo falla siempre es cosa de otros. Y que ahí está él en primer tiempo de saludo para ayudar en lo que sea. Da igual que llamarlo hijo de p… se haya convertido en la canción del verano o en una moda en estadios, plazas de toros, conciertos y chimpunes veraniegos. Da igual el palo que le lanzaron en Paiporta. Y da igual el perímetro de seguridad cada vez más amplio con el que se protege cada vez que sale a la calle por miedo a ver dañado su ego. Algo no va bien en España cuando el deporte nacional es insultar a su presidente con cuatro cubatas en todo lo alto convirtiéndolo en un meme. Habrá quien se eche unas risas acordándose de su madre, pero así no se construye nada, entre otros motivos porque ya no le afecta. Al revés. Pero Sánchez ha logrado lo que pretendía: primero, una España rota en bandos ideológicos irreconciliables; segundo, una pátina de odio personal contra él que le da poder para victimizarse; y, tercero, una masiva pachorra de indiferencia en esa espera eterna que permita convocar elecciones.

Nos hemos adaptado a que el Estado falle y creemos que ya se resolverá todo, que en el fondo el Estado, el sistema, es lo suficientemente fuerte y seguro como para ser tumbado por un presidente coyuntural y ególatra que algún día será desalojado. Pero en ese trance, Sánchez seguirá fingiendo que reclama pactos de Estado que no solo no quiere, sino que ha derruido por puro revanchismo. Y seguirá siendo un mindundi en la política internacional. Y seguirá inventando una dialéctica falsa para hacernos creer que todo irá bien, que confiemos en el gran timonel, que si te vuelve a dejar tirado un tren ya lo arreglará Óscar Puente, y que si otro agente forestal muere por la insolvencia del Estado nadie va a llamar “asesino” al presidente del Gobierno. Los “asesinos” siempre son los demás. Y siempre de la derecha, naturalmente.