Tras las revelaciones de los últimos días, si el PSOE fuera un partido normal de una democracia normalita, habría obligado a dimitir a Pedro Sánchez para llegar a las próximas generales en condiciones con un candidato aceptable. Que la reacción socialista a la mayor ola de corrupción política y económica desde 1976 sea un “prietas las filas” y el nombramiento virtual de la Señora de Sánchez como presidenta de España por Patxi López –más que un lapsus, pero por ahora menos que un decreto- revela la dura verdad que todavía algunos rehúsan creer: que el PSOE se ha ido de la democracia.
Ya han elegido, y no es la democracia
Los lapsus y reacciones histéricas contra toda denuncia de sus abusos delatan a los portavoces del Gobierno: mentalmente, han cruzado la delgada línea roja que separa democracia de dictadura populista. A riesgo de aburrir (pero hagamos caso a Voltaire: repitámonos hasta que nos entiendan), insisto en que la conversión de una democracia formal en una dictadura auténtica es mucho más fácil de lo que pueda parecer: no hacen falta revoluciones ni secuestrar al Congreso, como el 23 F. No, basta con desactivar la Constitución aprobando leyes inconstitucionales (como la próxima de Amnistía), asaltar instituciones claves como la Fiscalía y el Tribunal Constitucional (e incluso las grandes empresas, como Telefónica), convertir en norma el abuso de poder del Gobierno, y atacar al poder judicial y la comunicación independiente hasta domarlos o silenciarlos.
Por otra parte, la coalición de gobierno con socios cuyo fin declarado es la destrucción de la democracia y de España debería despejar todas las dudas que pueda albergar hasta la cabeza más desconfiada en la fuerza de las evidencias empíricas, o sea, de lo que vemos todos a diario. Y sabido es que el PSOE tiene propensión a estas travesías de la línea roja. Ya la intentó en un pasado tan vergonzoso como idealizado y no por casualidad, sino como elección consciente: el PSOE de los años del Frente Popular que buscaba no la república liberal, sino una buena guerra civil revolucionaria que les permitiera aplastar a la derecha nacional (salvo a la separatista) e instaurar una dictadura al estilo soviético (plan que incluso Stalin juzgó descabellado). Y Sánchez no se ha recatado en declarar su admiración por Largo Caballero, no solo porque le dé votos de extrema izquierda, sino porque es verdadera (de lo único que ha dicho auténtico, como su preferencia por los trajes muy ajustados al mono de miliciano).
Suenan las alarmas
La democracia ha peligrado suficientes veces como para reconocer las alarmas inequívocas de aviso. Aquí las tenemos sonando de nuevo:
1 – El antisemitismo de Estado, que de momento ha culminado en el reconocimiento del Estado palestino de la ANP en plena guerra provocada por Hamás, pero cuya expresión más sincera son las declaraciones de la Vicepresidenta Yolanda Díaz apoyando el “programa máximo” de Hamás, el Estado palestino “desde el río hasta el mar”, es decir, sobre las ruinas de un Israel borrado del mapa. Y el antisemitismo nunca debe entenderse como manía o anécdota aislada, pues al atacar a la comunidad judía ataca al pluralismo y la tolerancia constitutivos de la sociedad abierta: es un aviso de incendio de que la democracia peligra (aquí explicaba por qué).
2 – Las afinidades electivas con la dictadura de Maduro, el Grupo de Puebla y el podrido régimen cleptómano de Cristina Kirchner y el peronismo (y de ahí el odio a Milei) -este grupo, administrado por el virrey Rodríguez Zapatero-, y con los regímenes islamistas de Irán y sus proxys (Hamás, Hezbollah, los hutíes de Yemen) e incluso los talibanes de Afganistán: todos hacen la guerra a la democracia -algunos literalmente- y todos agradecen efusivamente la política exterior de Sánchez. Y pese al último acuerdo de ayuda militar a Ucrania, sospechosamente oportunista pues se anuncia justo cuando Europa levanta las restricciones del uso de armas contra Rusia, el de Sánchez es el único gobierno de la Unión Europea con ministros comunistas descaradamente partidarios de Putin (y, naturalmente, también antisemitas).
Si el PSOE fuera un partido normal de una democracia normalita, habría obligado a dimitir a Pedro Sánchez para llegar a las próximas generales en condiciones con un candidato aceptable
3 – Y finalmente, las amenazas al poder judicial y a los medios de comunicación independientes, que lejos de remitir aumentan según se descubren e investigan, en juzgados y medios, nuevas evidencias de corrupción que conducen como otros tantos hilos radiactivos a la familia Sánchez-Gómez, a la Moncloa y a Ferraz. La verborrea sobre el fango no tiene otra misión que desautorizar preventivamente todo control de los abusos del gobierno, y es típica de las dictaduras.
Podemos añadir también la interesante convergencia de la desfachatez existencial de los Sánchez-Gómez con los Franco-Polo, superándola incluso con la berlanguiana figura del Hermanísimo y su teletrabajo musical por Rusia y Portugal, pero creo que no nos dejamos nada básico. Estas alarmas son otros tantos indicios y evidencias del corrimiento del Gobierno, y de los partidos que lo apoyan -algunos no han disimulado nunca, por ejemplo Bildu-, hacia la dictadura populista como fórmula de eternizarse en el poder y desmantelar desde las propias instituciones toda posibilidad real de control y oposición.
¿Se irá cuando sea investigado o derrotado?
Me decía hace poco un amigo, y no es la primera vez, que Sánchez no se irá por su propia voluntad ni perdiendo las elecciones; de hecho, no las ha ganado nunca. El cerco judicial por la corrupción de Gobierno, familia y partido, y por la suprema de la amnistía a delincuentes políticos cuyos votos precisa, lejos de ser un incentivo para la retirada voluntaria hace de nudo gordiano para atarse al poder como sea y a cualquier precio.
Cada vez es más evidente. Incluso en las filas del acomodaticio Partido Popular se abre camino la convicción de que no solo se trata de echar a Sánchez, sino de que la salud de la democracia exigirá derribar su edificio legislativo, sanear a fondo las instituciones y afrontar una reforma constitucional que prevenga el asalto a poderes e instituciones, el abuso de poder sistemático y la dependencia de partidos separatistas y antidemocráticos.
No estamos en vísperas de una alternancia política más o menos airada, pero a fin de cuentas normal, sino en la lucha por elegir el lado correcto de la delgada línea roja, el de la libertad o el de la tiranía. Esta es la pregunta: ¿Cómo nos libraremos de Sánchez y sus secuaces antes de que nos arrastren, otra vez, al basurero de la historia?