El Correo-JAVIER TAJADURA TEJADA

La democracia –nos recordaba Isaiah Berlin– es como un jardín que necesita riegos y cuidados continuos. La nuestra está completamente desatendida y, por ello, su supervivencia amenazada. Sirva de ejemplo, cómo afrontan los partidos la campaña electoral.

La campaña electoral que comenzó ayer encuentra su finalidad y su sentido en el marco del sistema político democrático-parlamentario establecido por la Constitución de 1978. La función de la campaña es permitir a la opinión pública conocer y valorar los diferentes programas políticos. Desde esta óptica, debe servir para que los diferentes partidos expongan a los ciudadanos cómo piensan afrontar los retos y desafíos a los que se enfrenta España: precariedad laboral, incremento de la desigualdad, sostenibilidad de las pensiones, reforma fiscal, financiación autonómica, mejora de la calidad de la educación, envejecimiento de la población, transición energética, la regulación de la eutanasia, etc.

De esta forma, y desde una perspectiva jurídico-constitucional, una campaña sirve para que los diferentes partidos expliquen ante la opinión pública las ventajas y bondades de sus respectivos programas. Estos programas se configuran como una suerte de ‘contrato’ que los partidos firman con los electores. Ahora bien, salvo en el caso improbable de que uno de estos programas reciba el respaldo de la mayoría absoluta de los electores, la lógica democrática parlamentaria obligará a los partidos a hacer concesiones a algunos de sus rivales para poder alcanzar acuerdos y formar una mayoría de Gobierno. Esta mayoría desarrollará el programa resultante de ese pacto. Se comprueba así que la democracia –como advirtió Kelsen– es ante todo acuerdo, compromiso, transacción o pacto.

En definitiva, el contenido de la campaña viene determinado por el tipo de elección a la que precede. Y las elecciones del 28 de abril son unas elecciones ordinarias para elegir a nuestros representantes durante los próximos cuatro años. Representantes cuya principal tarea será conformar y sostener una mayoría parlamentaria de Gobierno.

Lamentablemente, y a la vista de los últimos acontecimientos, no parece que los partidos hayan asumido estas reglas básicas de la democracia. En primer lugar, porque algunos presentan las elecciones de abril como un plebiscito, bien sea sobre el actual presidente del Gobierno o sobre la unidad de España. En segundo lugar, porque estableciendo vetos previos a la posibilidad de alcanzar acuerdos con otros partidos se hace imposible que las elecciones puedan cumplir su finalidad constitucional (formar una mayoría parlamentaria)

En una democracia parlamentaria las elecciones plebiscitarias no tienen encaje alguno. La transformación de las elecciones generales en un plebiscito ‘para echar’ a alguien, ya sea Rajoy, Sánchez o Urkullu, es pervertir su significado democrático y constructivo. Las elecciones tienen por objeto alumbrar una mayoría que pueda consensuar un programa de gobierno. Esta es su finalidad esencial que no se respeta si se las interpreta como un plebiscito. Con todo, lo más grave es que toda elección plebiscitaria es polarizadora y solo contribuye a dividir la sociedad en bloques antagónicos con arreglo a la lógica política antidemocrática y schmitiana amigo-enemigo. El sano bipartidismo basado en el enfrentamiento amistoso entre dos adversarios políticos con un núcleo fundamental de valores compartidos se sustituye por un conflicto entre bloques en el que el adversario es calificado de ‘enemigo’. El PSOE es enemigo de España proclama hoy Vox. Años antes Sánchez había llamado «indecente» a Rajoy y él mismo ha sido calificado de «traidor». La normalización de estos discursos pone en serio peligro el futuro de la democracia en España.

Esa ‘demonización’ del adversario y su transformación en enemigo conlleva el establecimiento de vetos previos que amenazan con bloquear el sistema político dada la previsible fragmentación del voto entre cinco partidos. Ciudadanos nunca pactará con el PSOE proclama Albert Rivera. Pero ya antes Sánchez había anunciado que nunca pactaría con el PP. Y son esos vetos antidemocráticos los que nos han conducido a la situación actual además de otorgar a las fuerzas políticas independentistas catalanas que apoyaron el golpe a las instituciones perpetrado en 2017 un protagonismo que es letal para nuestra democracia. Fueron esos partidos los que, sumando sus votos a los del PSOE, lograron derribar el Gobierno de Rajoy en junio de 2018 y los que, sumando sus votos a los del PP y a los de C’s, derribaron el pasado febrero al de Sánchez. Esos son los hechos.

En este contexto, resulta absurdo presentar las próximas elecciones como un plebiscito sobre la unidad de España. Esta está plenamente garantizada por la Constitución, por el Estado de Derecho y por el compromiso de los grandes partidos que representan a más de dos tercios de la sociedad (PP, PSOE y Ciudadanos). Los tres se han pronunciado con claridad y contundencia en contra de cualquier fórmula o proceso que pueda poner en peligro la unidad nacional. Esta unidad solo podría romperse si la Constitución de 1978 se viniera abajo como consecuencia de la incapacidad de esos partidos para llegar a acuerdos. Esta es la gran amenaza que se cierne sobre nuestra democracia y que es urgente conjurar.