FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS

  • Pese al refuerzo que pronostican las encuestas, la extrema derecha no tendrá la mayoría necesaria para imponer su programa en la Eurocámara, a menos que se resquebraje el bloque que mantiene vivo el proyecto europeo

Desde nuestra Transición, la integración en Europa se convirtió en algo así como una llave de seguridad para la consolidación de la democracia. Sigue siéndolo, está bien asentada en los Tratados de la Unión, pero las previsiones de un potencial incremento del voto a partidos nacionalpopulistas en las próximas elecciones europeas puede ir en la dirección contraria a lo que siempre habíamos dado por supuesto en la UE, el asegurar una decidida exigencia de solidez democrática. Eso y el prurito geopolítico de las nuevas ampliaciones previstas, que no pondrá muchas pegas a países con rasgos iliberales. Si el actual momento histórico se caracteriza por la tensión entre democracia y autoritarismo, es difícil que la propia UE pueda salir indemne de este juego de fuerzas. La presión que desde fuera se hace a los gobiernos democráticos está a la vista; más compleja, porque aún no ha mostrado todos sus matices, es su propia erosión interna. En Estados Unidos la asociamos a una eventual nueva presidencia de Trump; en Europa, al éxito de los partidos nacionalpopulistas.

Cuál sea la forma específica en la que estos últimos pueden condicionar nuestro devenir democrático no es una cuestión abierta; empezamos ya a tener evidencia suficiente de su forma de proceder. Por lo pronto, y como acabamos de ver en Eslovaquia con el atentado a Fico, un salto cualitativo en la ya por sí elevada polarización que empieza a extenderse por todas las democracias. Luego, por empecinarse en rasgar el ya de por sí débil consenso en torno a la inmigración o el derecho de asilo y las medidas dirigidas a combatir el cambio climático; o incluso precipitarse a buscar una paz deshonrosa con Putin. Con todo, a pesar del refuerzo que pronostican las encuestas, los dos grupos con los que operan en el Parlamento Europeo no dispondrán de la mayoría necesaria para imponer su programa. Podrán felicitarse por sus éxitos recientes en su creación de algo parecido a una “internacional nacionalpopulista” en la reunión de Europa Viva 24 de Madrid, o ilusionarse por su potencial crecimiento en las elecciones europeas, pero no tendrán todavía el mando del Parlamento de la UE. A menos, y aquí es donde reside el verdadero peligro, que se resquebraje el bloque que hasta ahora mantenía vivo el proyecto europeo.

Estamos ante unas elecciones existenciales, unas elecciones en las que nos jugamos el futuro de Europa. Lo único que puede asegurarnos un mínimo y efectivo control colectivo del amenazante porvenir que nos espera es que lo abordemos unidos, no retranqueados dentro del estéril calorcito de las identidades nacionales. Por eso mismo, y porque su posición en el nuevo Parlamento Europeo seguirá siendo central, debemos exigir una claridad total a los “partidos sistémicos” respecto a cuáles son sus planes en cuanto a la UE. Y, en lo que hace en particular a los integrados en el Partido Popular Europeo, necesitamos saber si van a caer en la tentación de los pactos con la extrema derecha. Claridad, saber a qué atenernos. Por lo que vemos en España, la tentación será la contraria: convertir estas nuevas elecciones en una prórroga de nuestras disputas familiares. Ahora no toca. Toca asumir nuestro rol como ciudadanos europeos, no el de esta u otra nacionalidad. Es una de tantas ironías de la historia, o una paradoja: la mejor ―no, la única― defensa de las identidades e intereses nacionales no pasa por encerrarnos dentro de nuestras fronteras respectivas; pasa por poner en común pedazos de nuestra soberanía para no acabar de perderla. Todo lo demás son fuegos fatuos emocionales llamados a desvanecerse al clarear el día.