IGNACIO CAMACHO-ABC

  • La estabilidad de las instituciones frente a mandatos arbitrarios es la clave de supervivencia de los sistemas democráticos

Proliferan en los últimos años libros titulados ‘Cómo mueren las democracias’ o frases parecidas. En resumen, casi todos coinciden en que los regímenes liberales terminan cuando las instituciones se degradan a sí mismas, cuando los espacios de consenso se rompen, cuando los votantes se entregan a los cantos de sirena de dirigentes populistas y cuando éstos se deslegitiman situándose por encima del orden jurídico amparados en su mayoría. La estabilidad del entramado institucional constituye, pues, la prueba de contraste de los sistemas democráticos, cuya supervivencia en el tiempo depende de la solidez de ese conjunto de dispositivos de arbitraje ideados para defender a los ciudadanos de las extralimitaciones del mando. Y su principal amenaza proviene de un entendimiento sesgado del liderazgo, un concepto según el cual el único factor de legitimidad de los gobiernos proviene del sufragio. La voluntad popular como inconsecuente palanca facilitadora de hábitos autoritarios.

La deriva frentista del sanchismo, su proclividad a la acumulación de poder –es decir, a la desactivación progresiva de la separación de poderes– y su alianza estratégica con fuerzas rupturistas han desencadenado en nuestro país un debate no exento de hipérboles sobre el deterioro de la calidad democrática. Existen al respecto elementos objetivos de alarma, originados por la influencia consentida que los adversarios del modelo constitucional ejercen sobre la gobernación de España mediante una dinámica de extorsión parlamentaria. Son abundantes los indicios de una evolución destituyente solapada y resulta evidente la intención de dividir la sociedad en bloques antagonistas enfrentados en una inquietante escalada de mutua desconfianza. La quiebra de la concordia y la avería de los contrapesos funcionales encargados de evitarla son síntomas de una tendencia iliberal que perturba la civilidad política hasta producir la cada vez más extendida sensación de una democracia viciada, herida, lastimada.

El fondo del problema está en la confusión deliberada entre legitimidad de origen –la del voto y los mecanismos representativos– con la de ejercicio. Un Gobierno nacido de un pacto con prófugos de la justicia, delincuentes convictos y herederos de una banda terrorista no puede ser otra cosa que una máquina de conflictos. La realidad española es la de un Estado controlado, si no dirigido, por sus enemigos, entregado al designio de una amalgama de partidos cuya finalidad declarada consiste en destruirlo. El retrato de una anomalía de naturaleza contradictoria de la que sólo puede salir, en el mejor de los casos, una controvertida paradoja. Y en el peor, una fractura histórica susceptible de provocar consecuencias dolorosas. Entre otras, la de la imposibilidad futura de revertir esta atmósfera de trincheras ideológicas, disensos estimulados y convivencia rota.