Editorial, EL MUNDO, 16/6/11
LAS ESCENAS que se produjeron ayer a las puertas del Parlamento catalán son inéditas en la historia de la democracia. Difícilmente alguien podía imaginarse que el presidente de la Generalitat tendría que acceder en helicóptero a la Cámara, asediada por una multitud violenta que llegó a agredir, insultar y lanzar objetos contra los diputados y que recibió con piedras y botellazos a los Mossos d’Esquadra.
Al mismo tiempo que se producían estos hechos, Cayo Lara, el líder de IU, era zarandeado y denostado cuando intentaba sumarse a un grupo de radicales que impidieron un desahucio en un barrio de Madrid.
Lo sucedido ayer en Barcelona es la culminación de una escalada de agitación en la calle que empezó en la Puerta del Sol hace un mes de forma pacífica y que está desembocando en un movimiento radical y antisistema que no respeta la propiedad ni las personas.
Esta deriva encontró su primer punto de apoyo en la decisión del ministro del Interior de no cumplir la resolución de la Junta Electoral Central, que estableció que la concentración de la Puerta del Sol era ilegal en pleno proceso electoral. Rubalcaba optó por lavarse las manos, tolerando lo que era una flagrante violación de la ley. Luego vinieron la protesta ante el Congreso, la manifestación violenta ante las Corts valencianas, los actos frente a los ayuntamientos, la intimidación a Gallardón en su propio domicilio y, por último, el asedio al Parlamento catalán.
El común denominador de todos estos hechos es la absoluta pasividad de las Fuerzas de Seguridad del Estado, que tenían la orden de permanecer impasibles ante la escalada de la violencia, a la espera de que los jóvenes airados se cansaran y se fueran a su casa. Pero el cálculo de Rubalcaba, que filtró la semana pasada a su emisora de cabecera que simpatizaba con quienes protestaban, ha sido equivocado porque ha sucedido lo contrario: en la medida que él iba cediendo, los indignados ganaban terreno en la calle.
Todavía decía ayer Zapatero en el Congreso que no le preocupaban los movimientos de protesta. Pocas horas después, comenzaban las agresiones contra los diputados catalanes y Artur Mas comparecía en la sede parlamentaria para advertir que estaba dispuesto a recurrir al «uso legítimo de la fuerza», tras denunciar «el caos» producido por «profesionales de la violencia» que habían cruzado «la línea roja».
En el mismo sentido se había pronunciado José Bono, que afirmó a primera hora de la mañana que los manifestantes de Barcelona estaban cometiendo un delito tipificado en el Código Penal y que las Fuerzas de Seguridad tenían que intervenir sin dilación alguna. Las palabras de Bono son de sentido común porque, como él recordó, el Estado tiene en un régimen democrático el monopolio del uso de la violencia, lo que significa que está obligado a evitar que se cometan delitos y que un grupo violento se apodere de la calle.
Los graves acontecimientos de estos últimos días marcan un salto cualitativo y cuantitativo de la protesta. En Barcelona, hubo falta de previsión de la consejería de Interior, pero la espiral de violencia se ha producido por la absoluta inoperancia de un Ministerio del Interior que se ha negado a asumir sus obligaciones y que ha sido incapaz de coordinar la respuesta a las movilizaciones de los diferentes cuerpos de Seguridad del Estado. Veremos cómo actúa el próximo domingo, fecha en la que hay convocada una manifestación legal en Madrid que podría derivar en incidentes violentos si Rubalcaba mantiene la misma actitud.
El resultado de esa pasividad ahí está: un país en el que un reducido número de agitadores se ha hecho dueño de la calle bajo el pretexto de un descontento social, que es real. No es extraño en este contexto que, como informa hoy nuestro periódico, Goldman Sachs haya dado a sus clientes el consejo de vender todos los activos en España.
Si Zapatero y Rubalcaba no son capaces de imponer el orden en la calle y hacer que se respete la ley, lo mejor que pueden hacer es dar paso a otros que sepan cumplir con su deber.
Editorial, EL MUNDO, 16/6/11