ÁLVARO DELGADO-GAL es escritor, ABC 28/05/2013
· La situación de la economía y una degradación de la política profesional que es independiente de la economía, es más, que se aceleró durante los años de vino y rosas, han provocado de nuevo que la mitad democrática del alma europea se amotine contra su otra mitad. ¿Cuál de las dos crisis debería alarmarnos más? Por supuesto, la que afecta a la política.
Hace unas semanas, un amigo me alargó un artículo a doble página que acababa de aparecer en Le Monde: «Tengo interés en saber qué opinas» dijo. «Yo estoy más bien perplejo». El asunto iba de la crisis de la democracia, sobre la que se pronunciaban dos hombres de nota en el panorama intelectual francés: Pierre Rosanvallon, catedrático en el Colegio de Francia, y Jacques Rancière, profesor emérito en París-VIII. Los dos son hombres de izquierda, y entrados en años. Rosanvallon, un historiador respetable, perteneció en tiempos a la coterie cuyo numen y centro era François Furet. Rancière ha echado los dientes al costado de Althusser. Leí el texto de LeMonde (concebido como una especie de trinca: los dos profesores contestaban a las preguntas de un periodista), y también yo me sentí perplejo. Volví a leerlo y el desasosiego, y cierta irritación, predominaron sobre la perplejidad.
El desasosiego respondía a la enésima constatación de que algo se está viniendo abajo. Los dos profesores provectos venían a decir más o menos lo que los indignados, solo que con más aderezos y ringorrangos: la democracia representativa está en crisis, la clase política ha secuestrado a los ciudadanos, y a esto, señores, hay que meterle un meneo de los que hacen época. La irritación tenía otro origen. Desde que perdió pie allá por los ochenta, la izquierda ideológica ha mostrado una incapacidad absoluta para pensar seriamente en las cosas, empezando por sí misma. Durante la entrevista, de hecho, no se consideró pertinente analizar el deterioro del Estado Benefactor, que no es solo material sino moral. Sin duda alguna, el reparto social ha sido la vía que más activamente ha contribuido al secuestro de los ciudadanos por la clase política. El proceso es de sobra conocido: la redistribución ha servido a fines encomiables, pero también ha impulsado la compra del voto, sumiendo al personal en una pasividad política insana. Ni una palabra sobre el asunto.
Todo indica que el reparto actual se les antoja insuficiente a Rosanvallon y Rancière, por cuanto nos aleja de la igualdad. Hay que admitir que los liberales, tan sesgados e insuficientes en muchos aspectos, son, por lo menos, coherentes. Saben perfectamente lo que quieren decir cuando reclaman que los políticos profesionales se retraigan de nuestras vidas. No la gauche intelectual. Esta lo solicita todo a la vez: que aumenten los medios para controlar al ciudadano y que sea el ciudadano el que controle a los controladores. Se trata de una posición dialécticamente pobre, rayana con la mala fe.
Pese a todo, vencidos el desasosiego, la perplejidad y la irritación, el artículo llegó a interesarme. Les explico por qué. En cierto momento, afirma Rancière: «La expresión democracia-representativa constituye una contradicción en los términos». ¿Se la ha ido la olla al emérito de París-VIII? De ninguna manera. El aficionado a la historia de las ideas políticas sabe que Rancière lleva razón. Durante la Revolución Francesa, en efecto, «democracia» significaba «democracia directa», y, por tanto, excluía la representación. Sobre esto estaban de acuerdo todos, tanto los defensores de la democracia directa como los favorables a que la voluntad nacional se interpretara en el Parlamento. No había una fórmula para ejercer la democracia directa en un país de veintinueve millones de habitantes, pero el Terror liquidó la cuestión: Robespierre y compañía se identificaron con el cuerpo místico de la nación, y no consideraron procedente contarse porque tenían la certidumbre de valer por todos.
El gran teorizador de la representación fue Sieyès. Para Sieyès, la función de la Asamblea había de consistir en la averiguación de los intereses nacionales por medio de la deliberación racional. Dado que solo pueden deliberar fructuosamente los educados, y que la educación exige tiempo, loisir, Sieyès propuso que no se pudiera votar sin ser medianamente pudiente, ni optar por el acta de diputado sin ser pudiente del todo. La solución de Sieyès se impuso hasta la caída de la monarquía en 1792. El caso, sin embargo, es que el arreglo no parecía muy congruente con los ideales revolucionarios, incluidos los moderados: ¿cómo justificar que solo una minoría intervenga en las elecciones, y otra aún más exigua tenga derecho a ejercer la representación? Los doctrinarios liberales, treinta años después, cortaron el nudo de un tajo. Guizot, en su libro sobre los orígenes del gobierno representativo, asevera que la idea clásica de representación es inconsistente e innecesaria para garantizar la libertad y el imperio de la ley. Los notables que componen la Cámara Baja deben pegar la hebra hasta que trasparezca la verdad. Eso es todo. El censo, en la época de Guizot, fue reducidísimo, mucho más aún que durante la primera etapa revolucionaria.
Nosotros hemos terminado por ocupar el modelo intermedio, el de Sieyès, con novedades de monta: sufragio universal y fuertes dosis de redistribución. Se trata de un modelo que entendemos solo a medias. En efecto, el principio de representación ofrece, como se ha dicho, fugas, sugestiones, de naturaleza elitista. En cierta medida, los diputados son a los ciudadanos lo que la aristocracia al pueblo en el Antiguo Régimen: gente a la que se reconoce el derecho a mandar (provisionalmente en el caso de las democracias). De ahí que la aleación democracia/representación sea intrínsecamente inestable, y que sus dos componentes solo logren mantenerse juntos cuando se cumplen una serie de requisitos, el más urgente de los cuales es que los políticos profesionales sean razonablemente honrados y razonablemente perspicaces.
Hago la última reflexión pensando en los indignados. Su repudio de la política convencional brota de una de las almas que informan nuestra civilización política: la democrática. Esa alma, luego de muchas zozobras y desfallecimientos, ha logrado convivir con la otra, la liberal-conservadora, de forma fructífera. Por obra del componente democrático, ha crecido venturosamente la igualdad. Gracias a los mecanismos amortiguadores de la democracia, se han evitado desastres que el pasado atestigua. La democracia plena, la que placería a Rancière y Rosanvallon, integra una promesa de imposible cumplimiento, que el know-how institucional y las virtudes no siempre estériles de la esquizofrenia moral han conseguido hacer compatible con la paz civil y la libertad. La situación de la economía y una degradación de la política profesional que es independiente de la economía, es más, que se aceleró durante los años de vino y rosas, han provocado de nuevo que la mitad democrática del alma europea se amotine contra su otra mitad.
¿Cuál de las dos crisis debería alarmarnos más? Por supuesto, la que afecta a la política. La economía sube y baja. La política con mayúsculas es menos pendular: o dura, o se deshace.
ÁLVARO DELGADO-GAL es escritor, ABC 28/05/2013