Ignacio Marco-Gardoqui-El Correo
La evolución de la demografía española muestra un aspecto horrible. El año pasado nacieron solo 329.812 niños, con lo que se produjo en un abultado saldo negativo, ya que hubo 450.744 defunciones. Ahora, en los primeros seis meses del año en curso hemos reducido los nacimientos hasta unos raquíticos 155.600, que es la cifra más baja desde que arrancó la serie histórica del INE. Si lo prefiere es un 2,5% menor, 4.000 niños menos. Eso, con respecto al año 2022, pero la cifra adquiere tintes más tenebrosos si la compramos con una fecha tan cercana como 2016 cuando se registraron 43.000 nacimientos más en el mismo periodo de seis meses.
Sin embargo, la cifra total de habitantes aumenta hasta los 48,34 millones, obviamente gracias a la aportación de los inmigrantes. Un país donde sus nacionales no crecen se enfrenta a serios problemas para mantener su esquema productivo en pie y reponer a las crecientes cohortes de población que se jubilan, a la vez que encarece su sostenimiento, pues envejece y el envejecimiento incrementa los gastos en sanidad, dependencia, ayudas sociales etc. Un país que se debe apoyar en la inmigración palía sus problemas económicos a cambio de incrementar sus problemas sociales y de coherencia interna. Si han seguido las desventuras francesas sabrán hasta donde pueden llegar estas.
Siempre que se habla de este tema surgen de inmediato y como justificación, las dificultades que encuentra nuestros jóvenes para emanciparse y poder encarar el futuro con un mínimo de seguridad necesaria para pensar en ser padres. Trabajos precarios, sueldos bajos y viviendas caras forman un trío de problemas que parecen insalvables. Pero algo más tiene que haber. En 1939, tercer año de la guerra civil, con el país asolado, las infraestructuras desechas, la industria arruinada y el futuro tremendamente en entredicho situado en la antesala de una guerra mundial, nacieron más niños y niñas – 422.345– sin olvidar que la población española de la época era la mitad que la actual, 27 millones. Es decir, aquí tiene que haber más ingredientes que la mera estrechez del mercado laboral y la escasez del de la vivienda. Hay cambios de mentalidad, diferentes valoraciones sociales de lo que supone la paternidad y distintas maneras individuales de enfrentarse a los sacrificios que imponen los hijos.
Lo cual es compatible con el hecho evidente de que las generaciones mayores, que dirigimos el país estemos literalmente ‘atracando’ a los jóvenes. No solo porque les dejaremos en herencia una deuda hipopotámica que cargará sus espaldas por décadas, (1,569 billones de euros a junio, +7,9% interanual) sino porque los presupuestos actuales dedican más dinero y esfuerzo a los mayores que a los jóvenes. El 49% del gasto total anual va destinado a nosotros a través de la sanidad, la dependencia y las ayudas sociales, mientras que tan solo el 20% se destina a lo que les interesa a ellos como es la educación, la formación profesional, el sistema de becas, etc. El resto, claro está, es gasto neutro como la defensa, el sostenimiento de las instituciones, las relaciones exteriores, etc. También es evidente que somos las generaciones de los mayores quienes, con nuestro trabajo y aportaciones fiscales, mantenemos el edifico social en pie, lo cual no obsta para que el reparto de la tarta entre las necesidades del hoy y las del mañana este manifiestamente desequilibrado a favor de los que mandamos y en contra de los que mandarán mañana. Pero no hoy.