José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- No puede reducirse el análisis de las razones de la emergencia de Vox a una masiva degeneración democrática de millones de españoles
Vox es la tercera fuerza política en el Congreso de los Diputados con 52 escaños (3.656.000 votos) y está presente en el Parlamento de Cataluña (11 escaños); en el de Madrid (13 escaños); en el de Murcia (cuatro escaños); en el de Andalucía (12 escaños), y, desde el domingo, pasó en las Cortes de Castilla y León de un procurador a 13. Todos esos millones de ciudadanos que en las elecciones generales y en las autonómicas votan al partido de Santiago Abascal no pueden ser ultraderechistas, neofascistas y xenófobos. O, en otras palabras, no puede reducirse el análisis de las razones de la emergencia de Vox a una especie de masiva degeneración democrática de una cantidad considerable de españoles.
El porqué y el para qué de Vox lo determinan la política nacional errónea y los discursos de los socialistas y de otros dirigentes de la izquierda que articulan unos razonamientos romos y tozudos según los cuales Vox es la encarnación demoníaca de la política. Tantas cuantas veces estas intervenciones se producen en ese sentido, más crece la organización que preside Santiago Abascal, porque sus dirigentes saben desafiar como nadie la corrección política y cosechar el malestar por la actual gestión pública. En el colmo de la estulticia, esa izquierda recurre al franquismo como fantasmal explicación consoladora —¡qué tranquilizadora para ellos!— de este fenómeno que ya ha devorado a las otrora fuerzas regeneracionistas, Ciudadanos y Podemos.
El catedrático de Historia Contemporánea Juan Pablo Fusi Aizpurúa, un académico de proyección internacional, declaraba en ‘El Correo’ el pasado domingo que “la pérdida del sentido de la Nación y del Estado españoles por parte de la izquierda —de la izquierda radical y del propio PSOE bajo la dirección de Zapatero y de Sánchez— ha sido, desde mi perspectiva, una de las causas del resurgimiento político en España de la extrema derecha”. Y añadía que “no hubo franquismo después de Franco y pienso que sigue sin haberlo. El resurgimiento de la extrema derecha en los últimos años, que no apela a la memoria del franquismo, tiene mucho más que ver con los problemas de la post transición (y, entre ellos, como decía, la debilitación progresiva del Estado y la Nación española) que con el pasado autoritario español”. Y remataba: “El PSOE de Felipe González y de Alfonso Guerra supo, sin embargo y muy acertadamente, asumir la idea de España como nación”.
Vox es una consecuencia del temor que provocan en amplios sectores sociales —cada vez más numerosos y extendidos— las políticas aventureras y extremosas de una izquierda socialista que con Sánchez ha extraviado su proyecto histórico —el de la transición— y la perplejidad de una derecha que no ha sabido reconstruir un discurso nacional adaptado a unas circunstancias internas y externas que han reformulado el proyecto español.
Por lo demás, el peligro que se predica de la existencia de Vox no es coherente con las actitudes de rechazo a cualquier colaboración entre las fuerzas centrales en el Congreso y en las autonomías no dominadas por los secesionistas (Cataluña) o los nacionalistas (País Vasco). Si tan amenazante es Vox, ¿cómo es que ni el PP ni el PSOE llegan a pactos de Estado, de gobernabilidad y, si preciso fuera, de coalición, sin que ese entendimiento consista en una trampa recíproca? Algo de esto dijo ayer el alcalde socialista de Valladolid.
Como la alarma de la izquierda y la resistencia de la derecha son retóricas, los electores están normalizando el voto a Vox, no se perciben como los definen los adversarios (ultras, neofascistas y epítetos similares) y, además, se sienten insultados. De tal manera que con discursos como el de Adriana Lastra la noche del pasado domingo o con pronósticos demoscópicos como los del CIS de Tezanos, la gente se da licencia para votar las listas del partido radical sin el más mínimo cargo de conciencia democrática.
Este comportamiento se autoafirma en los electores de Vox cuando observan que el Gobierno de coalición pacta con ERC sin obtener en Cataluña solución alguna al independentismo irredento; cuando se entiende con EH Bildu, que todavía sigue sin condenar el terrorismo de ETA, o se prima de manera constante el mercantilismo del PNV que, a su manera, es tan disolvente del Estado como los partidos secesionistas en Cataluña. Mientras este estado de cosas continúe y los dos grandes partidos no cambien radicalmente de actitud, Vox continuará incrementando su potencial electoral y su presencia institucional.
A mayor abundamiento, Vox constituye uno de los ingredientes de la disolución —no el único— del modelo de representación que trae causa de la transición. Pero a ese fenómeno de metamorfosis concurren también las fuerzas independentistas y nacionalistas, la izquierda radical de Podemos —de ahí que Yolanda Díaz demuestre alguna perspicacia mayor que sus compañeros alejándose de ese espacio— y, desde otra perspectiva, los partidos provinciales (el domingo los de León, Soria y Ávila dieron la campanada) y autonómicos no identitarios (Cantabria, Teruel, Canarias, Navarra) pero que surgen por el agravio de la hegemonía de la política que se idea en Bilbao (PNV y Bildu) y en Barcelona (ERC y JxCAT) y se fragua en los acuerdos con el Gobierno de coalición en Madrid.
La izquierda tiene motivos para estar tan preocupada como la derecha. Aquella pierde fuelle a ojos vista y esta sigue condicionada por Vox. Ambas están interpeladas para que ni por un extremo ni por el otro se imponga la confrontación que podría estar llegando a un grado de paroxismo tal que permite a determinados dirigentes políticos insultar a los ciudadanos que no votan según los cánones que ellos arbitrariamente les impondrían. Los dos partidos mayoritarios, si pretenden que las cosas cambien, deberían seguir el consejo atribuido a Albert Einstein: “Si quieres resultados distintos, haz cosas diferentes” o, también, “si deseas resultados diferentes, no hagas siempre lo mismo”.