Carlos Souto-Vozpópuli
- Vivimos bajo una lluvia torrencial de mordidas. Una lluvia ácida que nos moja a todos
Parece increíble, pero hoy me descubro preguntándome si a otros columnistas les pasa lo mismo que a mí: ese viejo conocido que algunos llaman “síndrome de la página en blanco”, pero que en realidad es más grave. No es la angustia del escritor ante la nada; es la certeza de que la nada ya está escrita. ¿Qué más puedo decir si, al abrir los periódicos, todos me gritan lo mismo? ¿Qué palabra se convierte en una especie de tic colectivo, en un latido enfermo en el pulso político español? La palabra es mordida. La veo repetirse como si la hubiese escrito un solo redactor universal.
Mordida aquí, mordida allí, mordida en los titulares, mordida en los sumarios, mordida en los análisis. España parece haberse convertido en un safari donde lo único que queda vivo es la mordida. Y uno se pregunta si no será que ya estoy condicionado: busco información y solo encuentro ese colmillo clavado una y otra vez, en oferta continua, como si fuera un Black Friday de la corrupción. A veces pienso que no estoy solo, que este bloqueo no es mío: es del país entero. Porque hoy, en España, intente lo que intente, solo puedo ver mordidas.
La mordida, en este país, es más gráfica que en ningún otro lado. En Argentina decimos coima. Pero en España la palabra tiene una resonancia propia: combina delito con dentadura. Evoca la mandíbula misma de la corrupción masticándonos. Y aquí viene lo peor: No son bocados dulces. Son mordidas de podredumbre.
Estamos, como sociedad, comiendo procesados tóxicos: grasas trans políticas, alimentos adulterados de la democracia. Estas mordidas se acumulan, tapan arterias institucionales, disparan el colesterol de la indignación y generan enfermedades crónicas que el sistema no puede seguir metabolizando. Cada caso nuevo nos cae al estómago como un fiambre en mal estado. Y aun así, seguimos masticando porque no hay alternativa a la vista.
Todo caiga sobre Cerdán
En este punto conviene recordar la observación de Václav Havel: “La verdadera prueba de un líder es cómo actúa cuando nadie lo observa.” La impresión hoy es que demasiados actuaban convencidos de que nadie jamás los vería. Tomemos por ejemplo el caso del día: Santos Cerdán, convertido en el pararrayos del sanchismo. La estrategia es clara: que todo caiga sobre él, como si la corrupción fuera una tormenta eléctrica que solo busca un punto donde descargarse. Muchos colegas escribirán sobre esto. Harán análisis impecables.
A mí me desvela algo más amplio, más profundo, más sistémico: la epidemia de mordidas que atraviesa al país entero. Porque sería cómodo limitarlo al sanchismo bolivariano y sus manuales tropicales; es cierto que ha perfeccionado el arte caribeño del saqueo institucional sofisticado. Pero sería incompleto. Lo que estamos viendo es transversal: izquierda, derecha, extremos profesionales del populismo, tecnócratas reciclados, outsiders furiosos, estructuras que se financiaron con dinero sospechoso y otras que nunca explican cómo se sostienen.
En el extremo izquierdo, el sanchismo, en el extremo antisistema, la plataforma del Se acabó la fiesta se desintegró entre acusaciones internas y financiaciones opacas. Y por el centro derecha… mejor no levantar demasiado la voz: la transparencia no se presume, se verifica. Y en España no se está verificando nada. Aquí entra, como una radiografía moral, la advertencia de Mario Vargas Llosa: “Cuando la corrupción se convierte en norma, la democracia se vuelve una farsa sin público.” Una farsa sin público, pero con víctimas: los ciudadanos.
A la espera de las hienas
Mientras tanto, vivimos bajo una lluvia torrencial de mordidas. Una lluvia ácida que nos moja a todos, aunque algunos crean que, por llevar paraguas ideológicos, no van a salpicarse. Ya no importa de dónde venga la mordida ni qué color partidario tenga la dentadura que la ejerce. Lo que importa es que estamos mordidos por todos lados, como un búfalo viejo al que las leonas ya le comieron la dignidad y ahora esperan las hienas para rematar los restos.
Por eso afirmo lo siguiente, y lo hago en serio: España ya no necesita un político. España necesita un dentista. Un especialista en arrancar muelas, en extraer piezas dañadas, en limpiar infecciones, en drenar abscesos. Un odontólogo republicano, monárquico, liberal o socialdemócrata —me da igual— que venga con anestesia moral, fórceps judicial y lámpara frontal para iluminar la boca oscura del Estado. Porque lo que tenemos hoy no es un sistema político: es una dentadura podrida. Y como dentadura podrida, no mejora con discursos, ni con comisiones de investigación, ni con pactos fantasiosos entre partidos que ya no cree nadie.
Solo mejora cuando viene un profesional y dice a la cara: — Esto hay que sacarlo. Tal vez —solo tal vez— después de sacar tanto diente contaminado podamos volver a morder algo sano: la esperanza de un país donde la decencia no sea un lujo, sino un hábito.
Donde la noticia del día no sea la mordida, sino su ausencia. Y para escribir sobre esto, créame el lector, hay que vencer antes una mordida distinta: la mordida dolorosa de la desesperanza, del agotamiento, del hartazgo. La que me ha mordido antes de empezar a escribir esta columna y que me ha dolido hasta el punto final.