- En España se da la curiosidad de que a la supuesta diestra le gusta el intervencionismo del Estado casi tanto como a la siniestra
Un amigo de cabeza de alto voltaje me expone en una cena los tres puntos que a su juicio diferencian a derecha e izquierda: «Cuando vas cumpliendo años te ves capaz de hacer resúmenes claros. Y a estas alturas de mi vida –comentaba poniéndose un poco elegíaco– he llegado a la conclusión de que todo el debate se reduce a tres ejes: libertad frente a igualdad, mercado frente a Estado y unos impuestos bajos».
Me parece que acierta, aunque a su ecuación le falta el aspecto social, de creciente peso: la derecha del siglo XXI, al menos la conservadora, se presenta como heredera de la visión cristiana y se planta frente a la pegajosa ideología relativista y «de género» del mal llamado «progresismo».
Tras escuchar a mi amigo, me quedé pensando: ¿Está realmente la derecha española más por la libertad que por la igualdad, más por el mercado que por el Estado y a favor de unos impuestos bajos? Me temo que no especialmente.
En el frente económico, tanto PP como Vox se sitúan en la práctica más cerca del esquema socialdemócrata que tenemos instaurado que de una alternativa liberal. La invocación al Gobierno –al Estado– como solucionador de todo constituye su primer reflejo. Los discursos económicos de nuestra derecha suelen esgrimir la ayuda estatal directa, el intervencionismo, como solución inmediata cuando surge un problema.
En la campaña de las últimas generales vimos a los candidatos de la derecha pugnando con socialistas y comunistas por ver quién ofrecía mejores subsidios ante el pico de inflacción. Tampoco se percibe un discurso potente y desacomplejado en favor de los empresarios, ni tenemos una derecha que enarbole como meta el avanzar en la construcción de un gran país de propietarios (reclamo con el que logró ilusionar el thatcherismo y que supuso parte del gran éxito económico del franquismo en los años sesenta y setenta).
En cuanto a las bajadas de impuestos, Rajoy directamente los subió con el pretexto de la crisis. Y será muy difícil que futuros gobiernos de la derecha cambien el modelo fiscal extractivo que sufrimos, el que instauró el PSOE y parece haberse quedado aquí para siempre, toda vez que el PP y Vox también aspiran a mantener más o menos intacto el «estado del bienestar» socialdemócrata (aunque la verdad nunca asumida es que desborda nuestras posibilidades, pues lo sostenemos con el narcótico de una creciente deuda).
Al llegar tarde a las novedades de la Revolución Industrial, España se mantuvo como una economía agraria hasta fechas muy tardías. Además, sociológicamente durante varios siglos se observó a la gente de negocios con mirada despectiva, como si hubiese algo turbio o sospechoso en sus «trajines y manejos». El honesto hidalgo español no manchaba sus manos en afanes empresariales. Imperaba ese espíritu –hoy ya superado– que todavía representa el Príncipe de Salina en «El Gatopardo» de Lampedusa: el aristócrata don Fabrizio sabe bien que el futuro es de tipos como don Calogero Sedàra, el prestamista burgués que se ha enriquecido con sus negocios, pero desprecia a ese hombre nuevo y lo que representa.
El estatalismo y el Estado asistencial marcaron casi todo el siglo XX español. El régimen de Franco fue en su primera fase muy intervencionista. Quien lea el «Fuero del Trabajo» de 1938, de aliento falangista, se sorprenderá al constatar que la izquierda actual rubricaría encantada muchos de sus puntos: «El Estado se comprometerá a ejercer una acción constante y eficaz en defensa del trabajador, su vida y su trabajo». O este otro: «Todas las formas de propiedad quedan subordinadas al interés supremo de la Nación, cuyo intérprete es el Estado».
Cuando Franco tiene el –tardío– acierto de ir dejando atrás el corsé estatalista y autárquico para ir abrazando la liberalización de los tecnócratas, el resultado es un sensacional despegue de España y el nacimiento de su ancha clase media (esa que hoy está estrujando el sanchismo). Pero significativamente, los padres constituyentes del 78 todavía establecen en el título preliminar que España es un Estado «social» y entre sus «valores superiores» propugnan «la igualdad» (aunque también la libertad).
Más tarde, el PSOE acaba convirtiéndose en el partido dominante. Aunque González hace algún guiño liberalizador, al tiempo ahonda en la consagración del Estado como el gran tótem para el bienestar del pueblo. Aznar es el primer presidente que osa a probar recetas un poco liberales. Y -¡oh, sorpresa!- de nuevo ese aperturismo le sienta bien a España y se traduce en otro avance… que se frustrará con el retorno a la noria intervencionista y socialdemócrata de Zapatero y Sánchez (y de Rajoy, cuyo Gobierno estaba compuesto casi al completo por funcionarios adoradores del Estado).
Feijóo, votante del PSOE en su mocedad, comparte en general su marco económico. Sus críticas no se dirigen al modelo, sino a cómo se aplica y a la mala gestión que hacen los socialistas. Pero no plantea una alternativa que rompa con unas rigideces intervencionistas que, entre otras rémoras, han condenado a España a un problema endémico de paro, único en su entorno. Por su parte, Vox no parece tener la economía entre sus aparentes prioridades -y menos tras la marcha de Espinosa-, pero en general respira el mismo gusto por el paternalismo estatista.
Sería interesante probar algún día otro modelo. Ver qué pasaría con una fiscalidad baja y reduciendo la atosigante regulación local y bruselense que lastra a nuestras empresas. Habría menos subvenciones peronistas, sí. Pero a lo mejor nos llevábamos gratas sorpresas.